Guillermo Bustamante Zamudio
Todo texto tiene una deuda inmensa con su época. Ahora bien, de un lado, esta evidencia camufla el hecho de que la época tiene deudas con el texto (lo que ya pone serias dudas sobre una determinación que iría de la primera al segundo); y, de otro lado, no deja ver hasta dónde el texto apunta a algo que no se reduce a lo que la época es, si bien tiene su marca… (si no fuera más que el calco escritural de lo que lo rodea, ¿qué sentido tendría?).
Todo texto tiene una deuda inmensa con su época. Ahora bien, de un lado, esta evidencia camufla el hecho de que la época tiene deudas con el texto (lo que ya pone serias dudas sobre una determinación que iría de la primera al segundo); y, de otro lado, no deja ver hasta dónde el texto apunta a algo que no se reduce a lo que la época es, si bien tiene su marca… (si no fuera más que el calco escritural de lo que lo rodea, ¿qué sentido tendría?).
El documento
Immanuel Kant no escribió Über Pädagogik. En pleno “siglo de la pedagogía”, en la universidad de Königsberg, la materia de “Pedagogía” era complementaria: no gozaba de la independencia de una asignatura propiamente dicha, ni contaba con un profesor específico: los docentes se la turnaban. Según informa Kanz [1993], Kant dictó “Pedagogía” cuatro veces: 1776/77, 1780, 1783/84 y 1786/87. Friedrich Theodor Rink, alumno del filósofo, recogió sus apuntes del curso en un libro que fue autorizado por el maestro y que vio la luz en 1803, el año anterior a su muerte.
El asunto
La obra inicia con las siguientes palabras: «El hombre es la única criatura que ha de ser educada» [29][1]. Antes de averiguar si esta apreciación es típica del siglo XVIII, o de Europa colonialista, o de la lengua alemana, o de alguien que recibió una educación severa, o algo por el estilo… nos preguntamos si apunta a una especificidad de lo humano, más allá del momento y del contexto en que se la profiere, marcos de época de los cuales, de todas maneras, no puede dejar de ser portadora. Así, podríamos darnos la oportunidad de pensar, gracias a Kant, que la necesidad de educar a cada niño que nace es un efecto de la especificidad humana: si el hombre ha de ser educado, es porque se ha des-naturalizado. Es una criatura distinta. Por eso, Kant dice que el hombre es la única criatura que requiere educación. En las criaturas, nacimiento, desarrollo, mantenimiento, reproducción… están garantizados por mecanismos en los que no tienen que ser educadas. Pero, entre todas, hay una que escapa a esos mecanismos, lo cual no sería una especificidad en el seno de lo natural, sino que lo sería a causa del abandono de lo natural… de ahí que cada vez —cada que nace uno nuevo— haya que educarlo.
Ahora bien, ¿qué es esa educación en la que, según Kant, ha de ser introducido el hombre? Inicialmente, el autor la fracciona en tres aspectos: cuidado, disciplina e instrucción, en atención a que el hombre es niño pequeño, educando y estudiante, respectivamente [29]. Claro que, a propósito de esta clasificación, podríamos oír un malabar intelectual, en el sentido de que al hombre no se lo cuida por ser niño pequeño, sino que deviene niño pequeño en tanto es objeto de cuidados; que no se lo disciplina por ser educando, sino que deviene educando en tanto es objeto de la disciplina; y que no se lo instruye por ser estudiante, sino que deviene estudiante en tanto es objeto de la instrucción. En esa perspectiva, se piensa que, si otro fuera el tratamiento, otra sería la subjetividad… pues a eso lo pueden llamar la “subjetivación”, o “producción de la subjetividad”. Al contrario, Kant parece proponer un nivel de análisis (lo que no le niega al malabar anotado cierta perspicacia, en otro nivel de análisis) en el que no sería posible un tratamiento distinto, en el que resultan indefectibles ciertos aspectos de las medidas adoptadas cuando se intenta educar. De tal manera, ‘niño pequeño’, ‘educando’ y ‘estudiante’ apuntarían a especificidades del humano, independientemente de cómo la cultura lo razone, lo nombre y lo maneje… escala en la que, por supuesto, hay una diversidad inmensa.
El uso perjudicial de la fuerza
Hasta cierto punto, hombres y animales requieren cuidado: los animales necesitan un poco de envoltura, calor, protección, alimento… durante un tiempo variable que, en todo caso, suele ser breve; por su parte, los humanos necesitan mucho más cuidado… y durante un tiempo tan prolongado que no tiene parangón con especie animal alguna. Quizá la pre-maturación humana [Lacan, 1949] y el largo periodo durante el cual la criatura se ve obligada a depender del otro [Freud, 1927], facilite esta diferencia; ahora bien, veremos que la especificidad humana no puede inferirse de un estado natural, aunque éste sea una condición de su posibilidad.
Pero, además de la diferencia anotada de intensidad y duración, hay en el cuidado una discrepancia radical que enfrenta a hombres y animales: mientras éstos emplean sus fuerzas de modo que no les sean perjudiciales (las golondrinas recién nacidas ya saben defecar por fuera del nido, cita nuestro autor), aquéllos lo hacen en contra de sí mismos (al nacer, gritan, lo cual —en medios naturales— atraería a los predadores, agrega). Entonces, Kant define el cuidado, como una serie de «precauciones de los padres para que los niños no hagan uso perjudicial de sus fuerzas» [29]. De entrada, cabe, pues, la pregunta: ¿por qué los hombres, aun desde recién nacidos, muestran ese rasgo particular de ponerse en peligro? La respuesta podría ser: “es que todavía no saben”. Es cierto: no saben… con lo que el cuidado no parece ir dirigido principalmente a la conciencia; es una práctica más que todo sobre el cuerpo, sin apelar al raciocinio o al conocimiento (de ahí que una de sus intenciones sea producir hábitos, o sea, una conducta que no apela a la razón). Pero, y los animales, ¿sí saben? Para el filósofo, sí: en ese sentido puso el ejemplo de las golondrinas recién nacidas.
Y bien, justo sobre cierta modalidad del saber —como veremos— se configura el segundo aspecto que Kant postula para la educación: la disciplina, sobre la cual afirma que «convierte la animalidad en humanidad» [29]. El hombre nace siendo un animal y vive un proceso de des-naturalización. Pero ya el autor había diferenciado entre hombres y animales en relación con el uso de las fuerzas aplicado a sí mismo. De manera que si atendemos a su argumento, ¿será que la disciplina continúa convirtiendo la animalidad en humanidad? (en cuyo caso, esa conversión sería una labor a lo largo, al menos, del cuidado y de la disciplina. O, ¿de qué naturaleza es aquello que hace necesario el cuidado en los hombres? El cuidado, ¿forma parte del esfuerzo por cambiar el animal que hay en el hombre? Usar las fuerzas contra sí mismo, ¿es animal o ya es humano? Y, si es humano, y si el humano es una des-animalización, entonces la intención de quitar ese impulso a hacerse daño, ¿es des-animalizar? Pero ya quedó dicho que es justamente un rasgo que nos diferencia del animal… Entonces, no se trataría de quitar ese rasgo para instalar la tendencia animal contraria a no hacerse daño (¡aunque coincida en su contenido!), sino para permitir que el espécimen sobreviva, condición necesaria para, ahora sí, humanizarlo (disciplinarlo).
Una razón extraña
Según decíamos, podría afirmarse que el niño pequeño no sabe y que una cierta manera de entender el saber va a ser clave en la caracterización kantiana de la disciplina y —por efecto retroactivo— del cuidado. Y es que Kant dice: «Un animal lo es ya todo por su instinto […]» [29]. El animal tiene instinto, y eso garantiza que ya lo sea todo. “Ya”, es decir, desde el comienzo hasta el final, como condición que no se transforma. Así, los animales son eternos; no otra cosa pensaba Keats cuando hizo la Oda a un ruiseñor:
¡No conoces la muerte, Pájaro inmortal!
No te hollará caído generación hambrienta.
La voz que ahora escucho mientras pasa la noche
fue oída en otros tiempos por reyes y bufones;
Parece extraña esta idea de que “un animal ya lo es todo”, pues crece, se desarrolla, muta, se reproduce, muere... Sí, pero la mirada del filósofo (y la imagen del poeta) está puesta más allá: todos esos cambios no transforman lo que el animal ya es desde el comienzo y no dejará de ser: anhelará la carne, aparte de los acontecimientos, si los de su especie la anhelan; buscará a los semejantes, más allá de las vicisitudes de su desarrollo, si los de su especie son gregarios; copulará, independientemente de las circunstancias, si los de su especie despliegan ciertos indicios. Nada hay por llenar de su ser: ya lo es todo.
Continúa Kant: «[…] una razón extraña le ha provisto de todo» [29,30]. Reaparece la palabra ‘todo’. Todo le ha sido dado, nada le falta. Y el instinto, que le ha provisto de todo, queda caracterizado como “una razón extraña”. Encantadora manera de concebir el instinto… hemos perdido estas maneras, este encanto, a medida que aparentemente se especializa el lenguaje: acerca de estos asuntos —pensamos hoy— debería ocuparse el etólogo, no el filósofo. Pero el filósofo tiene otras llaves, pues dice: “una razón extraña”. No importa que la acepción de ‘razón’ sea la de “raciocinio” o la de “motivo”, se trata de un saber extraño. El instinto es un saber extraño. Lo cual implica una exclusión interna: se tiene, pero es extraño; lo puso otro y de eso no se sabe. El instinto es un saber del que no se sabe, del que no se puede saber: “No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado”… se dice en un cuento de Borges [1960] de un leopardo cautivo.
Un saber que no necesita ser sabido: si funciona, ¿para qué saber cómo funciona, por qué funciona, para qué funciona, etc.? El animal no necesita saber, porque no carece: no duda, no sabe que existe, no sabe que va a morir; sencillamente, es (no está arrojado al mundo, es mundo). El ‘ser’ no es su problema. ¿Qué pasaría con ese saber si fuera tocable por la contingencia de los individuos?, ¿seguiría funcionando?, ¿permitiría conservar la especie?
A continuación, Kant agrega que el hombre «no tiene ningún instinto» [30]. En consecuencia, no tiene un “saber extraño”. O sea: el saber humano —cualquiera sea— es propio, no es extraño y, entonces, puede ser sabido (por eso, a veces es aquello de lo que el sujeto no quiere saber… aunque pueda). Lo que introduce de manera inmediata la duda sobre la posibilidad de tener un discurso y un discurso-sobre-el-discurso, o sea, un meta-discurso. O, como se dice hoy, una ‘meta-cognición’. Así, el saber humano ya sería meta-cognitivo, ya sería meta-lenguaje… lo cual vuelve inútiles tales conceptos y, entonces, no habría meta-lenguaje, ni meta-discurso, ni meta-cognición. El saber humano es sabido, no tiene “afuera”, “por encima de”. ¿Hacia dónde imaginar la huida, si la celda lo es todo?, dice Pessoa.
Por considerar que el hombre carece de instintos, Kant se ve obligado a describir al humano partiendo de la falta: el humano es el que no tiene un saber que le permite responder con eficacia a la contingencia del mundo (como sí ocurre con el animal). El saber humano se erige como intento de tapar la falta de saber (constitutiva o producida, no es por el momento lo que interesa). Por eso dice que «el hombre necesita una razón propia» [30], es decir no extraña. Pero, ¿qué quiere decir ahí ‘necesidad’? Tres acepciones del Diccionario de la Real Academia de la Lengua dan lugar a tres posiciones frente al proceso formativo:
- “Carencia de las cosas que son menester para la conservación de la vida”: la necesidad de comer.
- “Acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia”: un imperativo moral.
- “Aquello a lo cual es imposible sustraerse, faltar o resistir”: aquello que no podría dejar de aparecer.
La primera da lugar a una “educación natural”. La segunda, a una educación del ideal, basada en los buenos propósitos, moralista. Y la tercera da lugar a una educación cuyo fundamento es la pregunta por la especificidad humana.
En todo caso, por ahora, tenemos una implicación: por una parte, la singularidad de un espécimen animal no agrega más información y sólo confirma ese destino común de la especie: «los animales lo realizan [su destino] por sí mismos y sin conocerlo» [33]; y, por otra parte, la singularidad de un humano hablaría de lo que inventó para poner en ese lugar de la falta: «No tiene ningún instinto, y ha de construirse él mismo el plan de su conducta» [30]. Y esa construcción, por ser una invención sin libreto —porque el hombre no tiene instinto, porque nada es—, resultaría diferente en cada uno. Entonces, cada animal representa a su especie, mientras que cada hombre es una excepción a la especie; cada ejemplar humano es la excepción a la regla [Miller, 1998a]. La especie animal es la homogeneidad, el destino común. La ‘especie’ —y valdría la pena preguntarse si todavía hace méritos para portar ese nombre— la especie humana es un extraño conjunto, formado por singularidades que no hacen conjunto.
Ahora, según Kant, en relación con el plan para su propia conducta, el hombre «como no está en disposición de hacérselo inmediatamente, sino que viene inculto al mundo, se lo tienen que construir los demás» [30]. Recordemos que el animal sí tiene plan de conducta. Y, por eso, es. El ser humano, en cambio, no es, no tiene plan, su ser está por hacer. Es necesario ponderar si el plan construido, inventado, logra propiciar al hombre la consistencia y la eficiencia que el plan de conducta —el instinto— da al animal. El hecho de estar desprovisto del plan, el hecho de que deba hacérselo a la manera de una prótesis, ya indica que la falta-de-ser del humano no será paliada, suplida, por esta prótesis: ¿acaso sabríamos cómo darle la cara a aquello en virtud de cuyo desdén somos? Como argumento, tenemos el hecho de que la existencia previa del plan de las especies animales produce la homogeneidad de los especímenes («Un animal lo es ya todo por su instinto» [29]), mientras que los planes-prótesis no generan homogeneidad entre los hombres, sino la heterogeneidad más radical: se abre la posibilidad a que cada espécimen omita, transforme y agregue información. Y, entonces, el poco-de-ser del hombre queda emparentado con el Otro: como no está en disposición de hacerse inmediatamente el plan, «[…] se lo tienen que construir los demás» [30]. Se trata de Otro, con mayúscula, en tanto representa a la cultura, no al semejante: Kant dijo, recordémoslo, que el hombre “viene inculto al mundo”.
En resumen: el animal tiene plan. Cualquier ejemplar tiene el mismo plan que cada uno de los demás ejemplares; es decir, la especie a la que pertenece tiene un plan para todos. Cada uno garantiza la especie, no es más que un eslabón suyo, y su ser ya está en él. Ya es. El hombre, en cambio, todavía no es: no puede inmediatamente hacerse su plan. Entonces, su ser queda aplazado y enredado en el otro. Podría decir: “Soy los demás”, para usar las palabras de Kant (o, mejor: “Soy el Otro de la cultura”), “soy el saber de los demás” (“soy el saber del Otro”), en el sentido en que su plan, su vida, se lo dan los otros (el Otro). El plan inexistente, que otorgaría el sentido, el destino, el ser… es construido por el Otro. Si el animal ya es, el ser del sujeto es ya alienado... por especificidad, no por ver tanta TV; si no se alienara de entrada, nada sería.
Ahora bien, ¿por qué no dar espera a que el individuo esté en capacidad de hacer su plan por sí mismo? Kant dijo que no estaba en disposición de hacerlo inmediatamente, lo cual afirma, de forma implícita, que estaría en disposición de hacerlo después. Entonces, ¿por qué el Otro no da espera?, ¿por qué se precipita a hacerle el plan a los que llegan? Porque juzga que aguardar sería contraproducente: «Pero esto ha de realizarse temprano […] para que más adelante no se dejen dominar por sus caprichos momentáneos» [30]; y más adelante dice: «Por esto se ha de acostumbrar al hombre desde muy temprano a someterse a los preceptos de la razón. Si en su juventud se le dejó a su voluntad, conservará una cierta barbarie durante toda su vida» [31]. Así, el acto de disciplinar toma el carisma de un acto ético. Todos en la sociedad conciben que el plan debe ser otorgado, sin dar tiempo a que el individuo esté en posibilidad de hacerlo él mismo. ¿Cómo habría orientado su vida hasta el momento de podérselo hacer? ¿Querría hacerse un plan una vez estuviera en posibilidad de hacerlo? ¿Podría? Paradójicamente, parece que la posibilidad —lo que todavía no se realiza— sólo es si no esperamos a que se haga acto; es imposible si no la aportamos de antemano, si no la truncamos como posibilidad[2]. «El hombre ha de intentar alcanzarlo; pero no puede hacerlo, si no tiene un concepto de él. La adquisición de este destino es totalmente imposible para el individuo» [33]. El tiempo humano, entonces, no es el tiempo cronológico de un antes y un después durante el cual se acumula, sino el tiempo lógico que involucra la insuficiencia y la precipitación. Insuficiencia del individuo y precipitación del Otro cultural. No hay el momento justo. Hay el acto.
Cada cultura, en cada época, elige unos dispositivos y unos mecanismos para tratar de llevar esto a cabo. Así, aquello en que consistirá el plan, indefectiblemente tendrá las marcas de la época, no así el propósito (el plan social hacia el individuo es indefectible), no así los efectos. Por esto, los detalles que —mirando hacia atrás— nos parecen desatinos, podemos entenderlos como esas marcas de época tras las cuales se puede decantar lo específico de lo humano. Absurdo sería objetar la aproximación a lo específico a nombre de la anécdota que hoy nos ocupa. Como Kant, somos hombres de época.
A continuación, Kant dice: «El género humano debe sacar poco a poco de sí mismo, por su propio esfuerzo, todas las disposiciones naturales de la humanidad» [30]. Desglosemos estas palabras:
- Ese “debe”, ¿es un imperativo moral o una implicación lógica? En este caso, quizá es una muestra de lo que venimos diciendo. Hoy, tal vez no haríamos una afirmación como esa, pero de lo que no escaparíamos es de poner en su lugar alguna idealización.
- Nadie le pediría a una especie animal “sacar más de sí misma”. No tiene sentido: o bien porque no puede interpelarse a la especie, en tanto lo que hay son especímenes; o bien porque, de poder interpelarla como tal, como cuando tienen una vida gregaria (en el caso de las abejas, por ejemplo, donde lo que hay son colmenas), sabemos que como grupo ya[3] lo dieron todo[4], que no hay potencia, que no hay capacidad inexpresada. Nadie pediría algo a una especie animal, pero Kant sí se siente autorizado a pedírselo al género humano… única especie, entonces, susceptible de ser interpelada en tanto tal, en su inacabamiento.
- Por eso, el filósofo habla de sacar “poco a poco”… pero, ¿hasta cuándo?, ¿tiene fondo esa cornucopia de disposiciones?; no parecería: cada época creerá que todavía no hemos revelado todas nuestras “disposiciones naturales”, que lo mejor está por venir… y no pocos pensarán que su lugar de adscripción —origen, tierra, raza, idioma— da mejores muestras de humanidad que otros. Siempre vemos que una puerta abierta no conduce al último cuarto, sino a otras puertas... El mismo autor dice más adelante: «[…] no se puede saber hasta dónde llegan sus disposiciones naturales» [32].
- Agrega Kant que el género humano debe sacar “de sí mismo”… pero, si hablamos de un colectivo, ¿qué es ese “sí mismo”? De un lado, es una auto-conciencia que se asemeja a la propiedad auto-reflexiva que asignábamos a la razón; un saber que se soporta en un ser-sabido anticipado. Y, de otro lado, es una interpelación a lo que tenemos de memoria, es decir, de lenguaje.
- Continúa Kant diciendo que esa labor debe ser hecha “por su propio esfuerzo”… A diferencia del animal —cuyas habilidades y disposiciones emergen espontáneamente, sin ocultamientos, pero sin exhibicionismos—, el género humano tiene que esforzarse… porque otra fuerza se opone.
- Al finalizar la cita, aquello que debe ser sacado son “todas las disposiciones naturales”… así, mientras en el animal todo está expuesto permanentemente, en el hombre todo está supuesto intermitentemente (entre acto y acto). El animal es principalmente acto y el hombre es principalmente potencia; recordemos que esto llevó a entender un hiato entre posibilidad y realización en el hombre y, en consecuencia, a plantear ideas como las de ‘inteligencia’, que no puede ser más que una inferencia [Gardner, 1983; Wolff, 1947] y no una verificación, como la que sí se puede hacer en el caso de los animales, entre el conjunto de estímulos y el repertorio de respuestas. De otro lado, no podemos poner esa ‘naturalidad’ de las disposiciones supuestas del lado de la ‘naturaleza’ (en atención al aire de familia de la palabra), pues se cuelan de nuevo los instintos, que ya habían sido expulsados. ¿No estará más bien Kant hablando de esas disposiciones en tanto especificidad del hombre? Si así fuera, el hombre es lo que todavía no ha hecho… y cuando lo haga, será lo que todavía no ha hecho… Pues bien, esa es una propiedad isomórfica con la especificidad del lenguaje: “[…] la concatenación significante conlleva siempre la implicación de un significante en más, de otro significante que escapa como tal. Al segundo siguiente se habrá dicho lo que había que decir, sin embargo, el límite del decir habrá retrocedido igualmente” [Miller, 1981:28].
Entonces, inicialmente el mapa estaba dividido en dos regiones: de un lado, un mundo natural, donde habitan el todo y el ser; donde el instinto aporta al animal un saber que, sin embargo, no está a su disposición: es no sabido, es —si se quiere— efectivizado, realizado, acto puro. Y, de otro lado, el mundo humano, definido por un saber que viene aportado por el Otro. Animalidad y humanidad posible. Así, a cualquier elemento había que encontrarle un lugar en ese ordenamiento. Una tercera opción estaba excluida. Ahora, en cambio, el campo se modifica mediante la aparición de un tercer valor: ya no estamos obligados a decidir si algo es natural o si es aprendido-enseñado. En este momento también podemos decir que es efecto de la manera como se constituyó la especificidad humana, sin que tenga que ser natural o aprendido-enseñado: se trata del no-todo, de la falta, del hecho de verse inclinado a poner allí una prótesis que, por fuerza, es un saber auto-referido, sabido por alguien. Esto permitiría replantear las discusiones basadas en oposiciones como heredado/adquirido, natural/cultural, etc. Así, por ejemplo, es aprendido el ideal específico que le indiquemos a la educación, pero es estructural endilgarle uno; eso no es enseñado, es algo que no podemos dejar de hacer, dadas las condiciones de nuestra producción. Es como la prohibición del incesto: algunos pensaban que el hecho de presentarse en todas las culturas implicaba que se trataba de algo natural, hereditario… pero, ¿para qué prohibir de forma explícita algo que rechazaríamos instintivamente?; tampoco se trata de algo enseñado, pues lo presentan las culturas más incomunicadas. Consiste, entonces, en una característica fundacional de lo humano [Freud, 1912-3]. No es natural, no es enseñado, es estructural. ‘Estructural’ no es un término de Kant, por supuesto, él lo dice a su manera; por ejemplo: «El estado primitivo puede imaginarse en la incultura o en un grado de perfecta civilización» [30]. El “estado primitivo” no es natural (sería un despropósito intentar enseñar a los animales, que no lo requieren, que no lo echan de menos), ni es enseñado, ya que está igualmente en la incultura o en la civilización. ¿Dónde está, entonces? Es la condición humana (estructural) que se intentará transformar según el ideal de la sociedad.
Así, la disciplina, segunda modalidad de la educación, definida como la que «convierte la animalidad en humanidad» [29], se redefine ahora como la que «impide que el hombre, llevado por sus impulsos animales, se aparte de su destino, de la humanidad» [30]. La disciplina impide, es decir, se opone a algo que pulsa (im-pulso) en el ser humano. Kant llama a esa fuerza “impulsos animales”. No dijo ‘instintos’ —por fortuna—, pues se habría contradicho, ya que despojó al hombre de instintos desde el comienzo. Pero, entonces, ¿será que los animales tienen instintos e impulsos, y que el hombre no tiene instintos animales, pero sí tiene “impulsos animales”? La palabra que usa es Untriebe, que es un vocablo antiguo, que ya no se usa y que porta una raíz de negación (‘Un-‘); el vocablo actual es ‘trieb’, la palabra que usa Freud en lugar de ‘instinkt’ y que se traduce en psicoanálisis como pulsión. En consecuencia, no sería muy arriesgado pensar que Kant tilda de ‘animales’ a esos impulsos de cara a su manera de manifestarse, que es el desgaire, la certeza, la fuerza: el animal no duda, habíamos dicho; no tiene miramientos ante su presa… obra como animado por una certeza... es el efecto de obrar animado por un saber que no puede saber-se. Pues bien, el ‘impulso’ —como aquello que el ser humano no puede evitar— luce muy distinto al plan, a la construcción cultural… en pos de lo cual va Kant. El hombre, según la cita, desconoce su destino, desconoce que la humanidad —¡qué nombre para la idealización!— sea su destino. Esto ha de ser construido. Es posible, pero no es indefectible. Una que otra guerra nos muestra que, en el seno de las alturas culturales, se planeaba lo más cercano a esos “impulsos animales”.
«Tiene que sujetarle, por ejemplo, para que no se encamine, salvaje y aturdido, a los peligros» [30]. ¡Pero esa era la misma explicación que se daba para los cuidados! Ahora parece describir también a la disciplina. Es decir, la inclinación al peligro parece constitutiva de lo humano… así las modalidades de esa fuerza interna sean distintas en los dos momentos. Al principio, la sociedad responde a eso con el cuidado y, cuando el sujeto está en edad de entender (una “razón propia”… ¿el lenguaje?), responde con la disciplina. Pero, ¿por qué el ser humano tiende al peligro? Y no se piense que se trata de un estado en el que el saber y la cultura estarían excluidos: la Fórmula-1 exige de complejas elaboraciones técnicas, científicas y culturales para que un sujeto acelere un carro a velocidades que lo ponen en riesgo de muerte. No se trata, entonces, de una secuencia perfectamente cronológica (cuidado-disciplina-instrucción) que va quemando cada etapa. No: aquello a que se oponen el cuidado y la disciplina —hasta ahora— permanece todo el tiempo, aun cuando el sujeto haya dado lugar a ser instruido. Así mismo, la idea de la razón no se reserva para la instrucción, aunque en ésta sea donde más pesa: «Por esto se ha de acostumbrar al hombre desde muy temprano a someterse a los preceptos de la razón» [31]. ¿Qué tan temprano podemos pretender un sometimiento a la “razón”?
Tradicionalmente, habríamos tenido que decidir si la inclinación al peligro era natural, instintiva, hereditaria… o si era aprendida, enseñada, inducida por la cultura (todavía hoy tenemos explicaciones de la agresividad que mencionan el contenido de los programas televisivos…). Pero ya pusimos otro elemento para no tener que responder en un juego dicotómico de posibilidades: ¿podríamos decir que la inclinación humana al peligro es estructural, un efecto de la manera como fuimos producidos? Recurramos a Kant: «Así, pues, la disciplina es meramente negativa, esto es, la acción por la que se borra al hombre la animalidad» [30]. Podríamos atenuar la afirmación, diciendo que es la acción por la que se intenta borrar —no sin efectos— el impulso en el hombre. Decir así nos permitirá ampliar la gama de los ejemplos. El impulso es la impotencia: es no poder… parar. Esa expresión la escuchamos en la adicción, la agresión, el riesgo, el juego. El animal es homeostático: no le interesa tensionar las fuentes de excitación; el impulso del hombre, en cambio, busca exacerbar los límites. Hay una satisfacción de por medio, pero, en este caso, buscada más allá del límite. Por eso, el adicto siempre necesita más (aunque ese plus esté después de caer). Si se tratara sólo de la satisfacción, ¿por qué lo que satisface hoy luce insuficiente mañana? ¿No será este otro efecto del significante en más?
Kant especifica mejor el espectro del impulso al sintetizarlo en relación con el término ley: «La barbarie es la independencia respecto de las leyes» [30], la disciplina «Somete al hombre a las leyes de la humanidad y comienza a hacerle sentir su coacción» [30]. Es de una lógica impecable: el impulso es la ausencia de ley; la impotencia es no tener una ley en nombre de la cual parar. Hay discursos progresistas que abominan de la ley, pero Kant no está diciendo esta ley, tal ley, aquella… está diciendo leyes de la humanidad. Y puede pensar que las leyes de la humanidad son las europeas, o su imperativo categórico… pero lo dejó a nombre de todos (es decir, como condición estructural), incluso de las culturas a cuya colonización contribuye mediante la promoción de ciertas ideas [cfr. Págs. 30-31].
Según lo planteado por el filósofo, la ley es el recurso estructural (no natural, no enseñado) que puede dar lugar a que la fuerza del impulso se aplique en otra dirección. Pero ahí ya aparece el Otro, con lo que el deseo —llamemos así a tal re-direccionamiento— puede entenderse como una mediación… por eso no se podía esperar a que el sujeto hiciera su propio plan, pues el impulso, en cambio, prescinde del Otro, prescinde de la mediación, quiere todo ya (las dos palabras con las que Kant define el instinto… tal vez por eso habla de la disciplina como “borrar la animalidad”). El deseo es el producto de una intromisión del Otro, pues estando en la etapa del impulso no puede nacer la intención de que el Otro ponga freno, introduzca tiempo propio, vitalice la relación con las cosas. Y no está el individuo en capacidad de juzgar racionalmente lo que se le propone, porque lo que se le propone es justamente entrar en razón (si estuviera en capacidad, el propósito sería fútil). En palabras de Kant: «se envían al principio los niños a la escuela, no ya con la intención de que aprendan algo, sino con la de habituarles a permanecer tranquilos y a observar puntualmente lo que se les ordena, para que más adelante no se dejen dominar por sus caprichos momentáneos» [30]. Es una introducción de pausa —lo contrario del impulso—, de tiempo… condiciones afines con el plan (el proyecto)… ¿y qué otra cosa puede decirse que es la cultura? Estas palabras de Kant escandalizan hoy… pero no nos escandalizan la “hiperactividad” ni el suministro de ™Ritalina a los niños. Kant percibe que la primera educación, hecha a nombre del saber, por supuesto (matemáticas, lenguaje, ciencias naturales, ciencias sociales), no está destinada más que a producir la posibilidad. Esa es la formación, lo que da forma; el contenido vendrá después.
Y, entonces, lo que ha venido llamando “impulsos animales”, ahora adopta un nombre contrario al sentido común pedagógico: libertad: «el hombre tiene por naturaleza tan grande inclinación a la libertad, que cuando se ha acostumbrado durante mucho tiempo a ella, se lo sacrifica todo. Precisamente por esto […] ha de aplicarse la disciplina desde muy temprano, porque en otro caso es muy difícil cambiar después al hombre; entonces sigue todos sus caprichos» [30]. A diferencia de muchos discursos, de fecha más reciente, sobre educación y pedagogía, aquí ‘libertad’ es sinónimo de imposibilidad. La libertad es el impulso, la negación del Otro, la falta de pausa para poder delinear un proyecto. En libertad, nada se produce. En el marco de la ley, en cambio, se crea la pausa, se hace posible el deseo —que lo es de un objeto intangible, construible en la misma dinámica de su consecución— y, por tanto, algo (no todo) puede ser hecho, pensado, realizado. Se necesita una restricción para poder actuar y no ser-actuado por el impulso. Un juego sólo es posible con reglas. En ausencia de reglas, nada se puede jugar. La regla es el referente Otro, el que no constituye una razón interna, pero extraña, sino una razón externa y —que se volverá— “familiar”, al menos no tan extraña. Así, en esta dimensión de la disciplina, educar no es dar libertad, es restringirla:
“Concierne simultáneamente, en efecto, la cuestión de los principios, o de los axiomas, que deben ser afirmados, asumidos, explícitos y que, por eso mismo, introducen en toda racionalidad un elemento de decisión o, si se quiere, un elemento de aceptación incondicional cuyo validación no es nunca más que retroactiva; y la cuestión de las inferencias o de las consecuencias regladas que, en la figura de la exigencia demostrativa, introducen, por el contrario, un elemento de exigencia tanto más implacable cuanto que nadie está obligado a someterse a él más que en la medida en que sabe que la contemplación de lo inteligible tiene ese precio” [Badiou, 1968:19].
Más adelante, Kant lo dice lacónicamente: «Es preciso desbastar la incultura del hombre a causa de su inclinación a la libertad; el animal, al contrario, no lo necesita por su instinto» [31]. Y esa libertad puede estar “alcahueteada” por alguien: la madre, que mima con exceso [31]; o los que rodean al aristócrata, que no le llevan la contraria [31]. Entonces, no basta con ser otro para cumplir esa función, que consiste en poner límite, hacer funcionar la ley. El impulso, la libertad, parecen ser los síntomas producidos a raíz de la falta, el efecto de esa condición bajo la cual se produjo la contingencia humana. De este tercer campo hay un movimiento constante hacia el segundo campo, dada su dependencia estructural: del individuo hacia la falta, se da la búsqueda de la satisfacción. Y de la falta hacia el individuo, la cultura hace una atribución de sentido, inventa algo en su lugar (“Puedo imaginarlo todo, porque no soy nada. Si fuese algo, no podría imaginar” [Pessoa, 1982:191]), impone sus ideales de formación y de expresión. En atención a que el lenguaje es tanto el mecanismo de imposición de la disciplina, como aquello que resulta impuesto, y que sus formas son concomitantes con la falta constitutiva, no es —no podría ser, está por fuera de lo que lo ha hecho posible— un sistema de designación. Por eso, les hacemos atribuciones a las formas lingüísticas, en función de lo insoportable de la condición humana. Por eso el sentido es una idealización, pues es un intento de obturación del ineliminable agujero constitutivo.
El hombre puede llegar a ser hombre
Ningún animal necesita instrucción, aprender algo de los viejos, dice Kant [31]. A la excepción que señala —el canto de las aves—, le hace la siguiente anotación: «cada género de pájaros conserva un cierto canto característico en todas sus generaciones, siendo esta tradición la más fiel del mundo» [31]; con lo cual testimonia de la falta de plasticidad del aprendizaje animal: si un saber resulta siendo “característico” (estándar), entonces tenemos el mismo tono de lo dicho a partir de los instintos. Lo aprendido por los animales cumple los mismos mandatos naturales a que están sometidas las respuestas instintivas. Y por eso aparece el término ‘fidelidad’, pues lo que garantiza la supervivencia de la especie es el seguimiento fiel a esos mandatos (aunque, a veces —cuando cambian las condiciones— esa fidelidad puede producir la extinción). No quiere decir que es imposible sobrevivir si se es infiel a ese saber que no se sabe. El ejemplo de que se puede somos justamente los humanos. Pero hemos dado la espalda al plan y la condición de realización del plan es esa fidelidad ciega.
El hombre, en cambio, una vez disciplinado (puesto en condición de desear el saber), nada sabe, siendo que requiere —a diferencia del animal— de instrucción, toda vez que su medio, la cultura, es un conjunto de saberes creados, como respuesta a la falta-de-ser. Entonces, a diferencia de los animales, en nuestro caso no hay “aprendizajes característicos” en todas las generaciones, no hay “la mayor fidelidad del mundo” a alguna tradición de saber. Si confrontamos culturas y épocas, lo que tenemos es saberes no “característicos” del género; además de carecer de una fidelidad radical a lo sabido por otros: hay fidelidades… pero parciales, transitorias, condicionadas. Y esto no son más que resultados necesarios de las condiciones de posibilidad de nuestro saber.
De tal forma, reservamos cierto margen variable de aprendizaje —‘característico’ y ‘fiel’— en los animales. Del hombre, en cambio, sólo podemos hablar como resultado de la educación: «Únicamente por la educación el hombre puede llegar a ser hombre. No es, sino lo que la educación le hace ser» [31]; y esto a propósito de un saber no característico ni fiel. De nuevo vemos la radicalidad del planteamiento kantiano: el hombre nada es sin la intervención del Otro: «Se ha de observar que el hombre no es educado más que por hombres, que igualmente están educados» [31-32]. Sólo falta agregar —como hará más adelante— que en ese paso de una generación a otra se producen mutaciones: «La educación es un arte, cuya práctica ha de ser perfeccionada por muchas generaciones» [34]. De manera que el hombre es lo que una educación, necesariamente variable, le hace ser. Una vez más tenemos, de un lado, el aspecto cultural: estos saberes que se enseñan, y que se reputan verdaderos, justos y bellos; y, de otro lado, el aspecto estructural: hay que instruir en el saber disponible (y es indiferente cuál sea y qué valoración social se le dé).
Cuando los no incautos se dan cuenta de que cualquier saber da lo mismo, se apresuran a creer que, a nombre de su relativismo, todo se puede eliminar. Pero, dejarse engañar un poco por la suposición de verdad, por la imputación de justicia, por la idea de belleza… permite que haya algo a nombre de lo cual construir la posibilidad de lo humano, que siempre se jugará en la contingencia de invención, la cual, más allá de los contenidos, es absolutamente imprescindible, no es relativa (es la dimensión estructural aludida). La idealización es el terreno donde florece todo intento de comprensión, de atribución de sentido, de guía. Y se produce en el campo del saber cultural, así éste no se muestre como el telón de fondo en cada modalidad de la educación (cuidado, disciplina e instrucción).
La idealización florece en el cuidado. Aunque su abanico de posibilidades se restringe por el hecho de maniobrar con el individuo, más que por interpelarlo: lo cuida “por su propio bien”, en tanto individuo no-consciente, en tanto todavía no sabe; así, si el resultado no se da, se entenderá que la “naturaleza” del niño es indomable y será calificado, por ejemplo, de “demasiado inquieto”. Los saberes que se ponen en funcionamiento cuando buscamos cuidar se producen en el espacio del que también se nutre la instrucción. Así, el cuidado, que era el terreno de la tradición hogareña, hoy se encuentra cada vez más colonizado por un discurso cientificista que desmiente las prácticas que permitieron sobrevivir a las generaciones que lo precedieron. De un botón en el ombligo, pasamos a la cirugía de hernia umbilical; de un aprendizaje in situ, asistido por la experiencia de quienes ya vivieron esos acontecimientos, pasamos a las revistas técnicas que enseñan cómo ser padres. De todas maneras, habrá cuidado, pues cuando se es muy pequeño, la supervivencia está en peligro.
La idealización florece aún más en la disciplina. Por servirse del realizativo explícito, el objetivo de aquietar se hace “por tu propio bien”, en tanto individuo consciente, razonable, hablante (como efecto justamente de esas interpelaciones). Esto da lugar a una mayor apertura, así sea para la exacerbación del caos. Como decíamos, “desbastada la incultura”, el individuo ahora será susceptible de ser instruido. También aquí los discursos provienen del espacio del que se nutre la instrucción. Y, entonces, del castigo físico hemos pasado a la reconvención y luego a la ‘comunicación’ y la ‘tolerancia’. Pese al debate sobre la forma particular como la cultura lo implementa, diríamos que habrá disciplina, pues es necesario que el individuo haga una pausa, para producir un lugar donde albergar el saber; y, para lograrlo, hay necesidad de reducir algo… y con ello, restar “impulso natural”, apego, satisfacción. Por eso, para que el individuo consienta en saber, tiene que haber una promesa de resarcimiento futuro de la satisfacción: «Encanta imaginarse que la naturaleza humana se desenvolverá cada vez mejor por la educación, y que ello se puede producir en una forma adecuada a la humanidad. Descúbrese aquí la perspectiva de una dicha futura para la especie humana» [32].
Se ve que, además de la “dicha futura”, la promesa de ser hace aparecer la idealización: «Es probable que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana» [32]. Y si nada de esto se produce, el individuo será un ‘salvaje’, dice Kant [32], un “incorregible”. Sin disciplina, se produce la carencia estructural del límite y, entonces, no hablamos de “salvajes” como decía Kant, sino de “desatentos”, “despreocupados”, “irrespetuosos”, “agresivos”. Kant daría luces sobre lo que hoy aqueja a nuestra educación: la disciplina —con su carga de imposición y de heterogeneidad— es una condición estructural de la instrucción: «[…] la falta de disciplina es un mal mayor que la falta de cultura; ésta puede adquirirse más tarde, mientras que la barbarie no puede corregirse nunca» [32]. A nombre de un discurso “políticamente correcto”, estamos introduciendo la imposibilidad de la instrucción, la posibilidad de la barbarie. Lo interesante es que ya Kant tenía los elementos para su descripción: lo “políticamente correcto” en realidad aúpa un discurso de la libertad, de la falta de límite, del impulso irrefrenable… tal como lo requiere una sociedad que apela a esa fuerza en tanto ímpetu de compra, de intento de hacerse a algo del ‘ser’ por la vía del ‘tener’. La promesa de la instrucción era otra: estar a la altura del no-ser por la vía de un deseo alrededor del cambiante saber.
Por último, la idealización encuentra tal vez su mayor posibilidad de florecimiento en la instrucción. Allí, el abanico se amplía más, hacia la interpelación mediante diversidad de saberes (representados en las asignaturas). Y ello realizado por nuestro propio bien, es decir, a nombre de la cultura: «No son los individuos, sino la especie humana quien debe llegar aquí [el destino]» [34]. Y si la cosa no funciona, el niño será, como dice Kant, un necio [32], alguien “negado para el estudio”, como se dice. La instrucción sí que va dirigida a la conciencia y a la razón, porque ya supone descansar en la instancia estructural de la falta y de una respuesta a la altura de esa falta: «A ti te toca desenvolverlas y, por tanto, depende de ti mismo tu propia dicha y desgracia» [32]. Es entonces cuando la atribución de sentido cobra su lugar más propicio, como interpelación al individuo que forma parte de algo y al “género humano” como posibilidad: «Es probable que la educación vaya mejorándose constantemente, y que cada generación dé un paso hacia la perfección de la humanidad; pues tras la educación está el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana» [32].
Nuestra época ha declarado la muerte del ideal, como si estuviéramos en la transparencia total: muerte de las ideologías, caída de los macro-relatos, fin de la historia… y pasamos al talk show, al reality show. Ahora bien, es cierto que unos ideales han caído, pero eso no quiere decir que la época carezca de ellos. Para poner un ejemplo: tenemos el ideal de la cifra. De otro lado, se puede explicar que un ideal demasiado elevado produce la quietud; pero se puede ir más allá, para tratar de entender por qué alguien antepone un ideal demasiado elevado… ¿quizá justamente para no actuar? Es necio atacar el ideal: triunfar sobre él no elimina el anhelo de no actuar que le permitió erigirlo.
Kant no está en el momento de la caída de los ideales, ni los esgrime de manera tal que impidan la acción. Concibe que el proyecto de una teoría de la educación «es un noble ideal, y en nada perjudica, aun cuando no estemos en disposición de realizarlo» [33]; con la expresión “noble ideal”, parecería que se trata del ideal inalcanzable… sobre todo que dice «aun cuando no estemos en disposición de realizarlo». Pero Kant entiende el ideal como «el concepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia» [33]. Subrayo que se trata de algo alcanzable en la experiencia, aunque aún no lo hayamos conseguido. Y agrega: «Tampoco hay que tener la idea por quimérica y desacreditarla como un hermoso sueño, aunque se encuentren obstáculos en su realización» [33]. O sea que para Kant el ideal no es simplemente un “hermoso sueño” —así sus ideales lo sean—; él concibe el ideal como un motor, como un referente en relación con el cual el trabajo tiene sentido; y, así entendido, el peso fundamental recae sobre el tipo de trabajo realizado en pos de la consecución del ideal. Se trata de algo unido a lo humano como proyecto, “aunque se encuentren obstáculos en su realización”, pues justamente los obstáculos son la condición del trabajo (es decir, de una actividad asistida ya no por el impulso), pues sin esa resistencia no sería necesario, ni tendría sentido. Así las cosas, des-idealizar, denunciar, puede ser el llamado al impulso, en cuyo caso no se trataría de algo productivo. Dime la manera como buscas lo que idealizas… y te diré quién eres.
Resumen parcial
El homo sapiens sapiens tiende a hacerse daño; el cuidado le permite sobrevivir para ingresar a lo humano; dejado a su propio “desarrollo” tal vez no sobreviviría.
El ingreso a lo humano es una puesta en posibilidad de aprender. La desnaturalización del humano mediante la disciplina se hace usando el lenguaje, pero termina introduciendo al otro al lenguaje. Se trata, entonces, de un efecto de formación: la característica de estar “impulsado” hacia la libertad sin límite es un efecto de haber sido introducido en lo humano que, no obstante, se convierte en un obstáculo para la instrucción.
La instrucción es la inmersión en el Otro de la cultura, que indefectiblemente hace para el sujeto un destino, ya que, dejado a su albedrío, paradójicamente no tendría en su momento las posibilidades de hacérselo por su cuenta, a no ser que se le imponga de antemano… Con todo, el “impulso” señalado es ineliminable por completo y sobre ese resto el sujeto edifica, de manera singular, su respuesta y su posición frente al legado de la cultura.
Kant se pregunta por la especificidad de lo humano para poderse ocupar de su asunto. No parte de un sujeto ideal —algo casi contraevidente, dadas ciertas declaraciones del texto—, el de la “formación integral”, por ejemplo, sino de las implicaciones de una reflexión que va hasta donde nos es dado retroceder para hablar de educación.
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[1] Los números entre corchetes indican la página de la obra de Kant citada, en su versión española.
[2] Es como la paradoja del nombre propio, dado no obstante por el otro. ¿Por qué no esperar, de manera que se dé su propio nombre cuando tenga “uso de razón”? El problema es que, sin nombre, no podría estar en posibilidades de llegar a tener “uso de razón”…
[3] Con el vocablo ‘ya’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ausencia de tiempo del animal?
[4] Con el vocablo ‘todo’, ¿expresa Kant su pasmo frente a la ociosidad de la expectativa?
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