lunes, 2 de enero de 2012

La política del amor o el amor y la política, un imposible

LAYM

Históricamente es una dupla que se caracteriza por su imposibilidad interna; es decir, son elementos que no están hechos con el mismo material, pertenecen a registros diferentes. Se me puede objetar que es posible que haya realización, relación posible cuando se trata del amor al poder; y sí, en efecto tal enunciado brinda la ilusión de una fusión perfecta, pues se hace del poder el partenaire amoroso. Pero es claro que esta relación exilia de entrada la presencia de otro puesto que se trata del espejismo de la mismidad ejercida desde la realeza del yo.
Igualmente, se puede pensar que se trata de una política cuya dirección ciertamente está regulada por las intenciones, las buenas. Sin embargo, la buena intención sólo se calibra a la luz del deseo siervo de la fantasía de quien la propone; o sea, la buena intención sólo es aplicable en el registro del espejo de quien la define como tal, es un registro narcisístico.
Despejada esta idea, podemos entonces preguntarnos si realmente esta relación se puede plantear como tal y, sobre todo, si la operatividad que se le adjudica no es sin consecuencias. Y ¿cómo no interesarnos en esto, cuando el actual alcalde de la ciudad planteó en su campaña la política del amor como bandera de gobierno?; así mismo, ¿cómo no interesarnos por la polémica de la legitimidad del proceder de la actual Fiscal General de la Nación, en cuanto a su unión amorosa con alguien que ha cometido actos reprobables, incorrectos? Es algo que hay que discutir: ¿qué se entiende por amor en el campo del ejercicio del poder?, ¿qué incidencia tiene esta relación cuando se la supone fuera del campo religioso? Sigmund Freud ya había hablado del gobernar como una profesión imposible, y hay que entender esta imposibilidad como la ausencia de recursos para controlar lo que el mismo sistema —de gobernar— produce; es decir, es imposible “controlar” o reducir totalmente el producto de la operación, aún más cuando el producto no es el buscado o el deseado: los síntomas populares o ciudadanos que expresan la inconformidad a un gobierno determinado es ejemplo de ello. Igualmente, la corrupción paralela o bajo las narices del gobernante apunta a lo mismo: resto que se escapa. En este sentido, lo imposible se disfraza de impotencia. Y el amor aparece allí como esa dimensión llamada a favorecer el intento por controlar aquello que se escapa.
Ahora bien, existen muchos ejemplos en la historia que muestran cómo el intento por adosar el amor con el acto de gobernar, siempre termina en un fracaso “poco amable”, así sea en nombre del amor a Dios, a la Patria, a una mujer… o, más bien, es porque es en nombre de ese amor a Dios, a la patria, a una mujer que se ha degradado o aniquilado al ser humano diferente, diferente de mí y de mis intenciones.
También encontramos la disyunción como ejemplo en la historia de la humanidad; lo podemos sintetizar: “renuncio al trono por un amor”, “renuncio al amor por un trono”, denominador común de la idea de que hay algo incompatible en esta unión. No se trata de la ambición del amor (título del libro de José E. Ruiz Domeneq, estudioso del tema del amor) sino de la ambición del deseo… de poder. No hay que confundirlos.
Así, es indudable la buena intención de la proclama de una política del amor para gobernar, pero también es indudable que ella apunta a la reducción de lo diferente si se aplica con juicio, porque el amor por definición busca hacer de dos uno y para eso la fusión, imaginaria, no puede alojar la diferencia. No es pues una base conveniente para llevar a cabo una política, porque la estrategia es de otra naturaleza, el amor no es una estrategia posible en la política, sí en la religión. De hecho, el amor a nivel político, como medio de hablar a las masas, puede conducir a lo peor. Hay entonces que saber qué se dice y cómo se actúa cuando se pretende el amor como política de gobierno.
Tenemos también el ejemplo actual de una mujer que ha sido proclamada como una persona valiosa, valiente y meritoria para ocupar el cargo de Fiscal General de la Nación. Hemos asistido a una gran cantidad de críticas por la “interferencia” inesperada en su labor: la reaparición de su pareja amorosa, hecha pública. Pareja, como dijimos, sumamente cuestionada en su proceder público (la columna de Antonio Caballero en la Revista Semana #1547-1548 —26 de diciembre de 2011— hace una clara reseña de este proceder). Veamos, elegida como Fiscal por sus méritos, ensalzada por sus acciones sin tacha, ahora, prontamente, el amor se hace público perturbando su labor y la opinión pública —ilustrada o no— que de esta labor se tenía. Ella, en sus pronunciamientos públicos, ha intentado mantener esos órdenes separados, aludiendo a su derecho a la privacidad. El problema en efecto es este: La privacidad es un goce particular que no hay que intentar compartir puesto que, aunque se trate de buenas intenciones (ya lo mencionamos), éstas no son el eje del ejercicio político ni público; la medida de la razón de un obrar de estas características está dada por el campo mismo de acción con los principios y leyes que lo determinan, esto da la dignidad al acto encomendado.
Así, como en el caso anterior, el amor no puede ni debe entrar en esta razón de la actuación pública, no es su medida; y para ello debe darse el tiempo de espera subjetivo: hay el tiempo para amar y hay el tiempo para gobernar. Tratar de que sean uno solo es una ingenuidad imperdonable. Es que, simplemente, el amor obedece a una dimensión tan singular signada por las fantasías y los síntomas de cada cual, que no puede elevarse como consigna universal de acción política o pública, hacerlo solamente significa elevar a esta categoría la propia singularidad de una persona como modo de operar en el poder, y esto va más allá del estilo.

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