Históricamente es
una dupla que se caracteriza por su imposibilidad interna; es decir, son elementos
que no están hechos con el mismo material, pertenecen a registros diferentes.
Se me puede objetar que es posible que haya realización, relación posible
cuando se trata del amor al poder; y
sí, en efecto tal enunciado brinda la ilusión de una fusión perfecta, pues se
hace del poder el partenaire amoroso.
Pero es claro que esta relación exilia de entrada la presencia de otro puesto
que se trata del espejismo de la mismidad ejercida desde la realeza del yo.
Igualmente, se
puede pensar que se trata de una política cuya dirección ciertamente está regulada
por las intenciones, las buenas. Sin embargo, la buena intención sólo se
calibra a la luz del deseo siervo de la fantasía de quien la propone; o sea, la
buena intención sólo es aplicable en el registro del espejo de quien la define
como tal, es un registro narcisístico.
Despejada esta idea,
podemos entonces preguntarnos si realmente esta relación se puede plantear como
tal y, sobre todo, si la operatividad que se le adjudica no es sin
consecuencias. Y ¿cómo no interesarnos en esto, cuando el actual alcalde de la
ciudad planteó en su campaña la política del amor como bandera de gobierno?;
así mismo, ¿cómo no interesarnos por la polémica de la legitimidad del proceder
de la actual Fiscal General de la Nación, en cuanto a su unión amorosa con
alguien que ha cometido actos reprobables, incorrectos? Es algo que hay que
discutir: ¿qué se entiende por amor en el campo del ejercicio del poder?, ¿qué
incidencia tiene esta relación cuando se la supone fuera del campo religioso? Sigmund
Freud ya había hablado del gobernar como una profesión imposible, y hay que
entender esta imposibilidad como la ausencia de recursos para controlar lo que
el mismo sistema —de gobernar— produce; es decir, es imposible “controlar” o
reducir totalmente el producto de la operación, aún más cuando el producto no
es el buscado o el deseado: los síntomas populares o ciudadanos que expresan la
inconformidad a un gobierno determinado es ejemplo de ello. Igualmente, la
corrupción paralela o bajo las narices del gobernante apunta a lo mismo: resto
que se escapa. En este sentido, lo imposible se disfraza de impotencia. Y el
amor aparece allí como esa dimensión llamada a favorecer el intento por
controlar aquello que se escapa.
Ahora bien, existen
muchos ejemplos en la historia que muestran cómo el intento por adosar el amor
con el acto de gobernar, siempre termina en un fracaso “poco amable”, así sea
en nombre del amor a Dios, a la Patria, a una mujer… o, más bien, es porque es
en nombre de ese amor a Dios, a la patria, a una mujer que se ha degradado o
aniquilado al ser humano diferente, diferente de mí y de mis intenciones.
También encontramos
la disyunción como ejemplo en la historia de la humanidad; lo podemos
sintetizar: “renuncio al trono por un amor”, “renuncio al amor por un trono”, denominador
común de la idea de que hay algo incompatible en esta unión. No se trata de la
ambición del amor (título del libro de José E. Ruiz Domeneq, estudioso del tema
del amor) sino de la ambición del deseo… de poder. No hay que confundirlos.
Así, es indudable
la buena intención de la proclama de una política del amor para gobernar, pero
también es indudable que ella apunta a la reducción de lo diferente si se
aplica con juicio, porque el amor por definición busca hacer de dos uno y para
eso la fusión, imaginaria, no puede alojar la diferencia. No es pues una base
conveniente para llevar a cabo una política, porque la estrategia es de otra
naturaleza, el amor no es una estrategia posible en la política, sí en la
religión. De hecho, el amor a nivel político, como medio de hablar a las masas,
puede conducir a lo peor. Hay entonces que saber qué se dice y cómo se actúa
cuando se pretende el amor como política de gobierno.
Tenemos también el
ejemplo actual de una mujer que ha sido proclamada como una persona valiosa,
valiente y meritoria para ocupar el cargo de Fiscal General de la Nación. Hemos
asistido a una gran cantidad de críticas por la “interferencia” inesperada en
su labor: la reaparición de su pareja amorosa, hecha pública. Pareja, como
dijimos, sumamente cuestionada en su proceder público (la columna de Antonio
Caballero en la Revista Semana #1547-1548 —26 de diciembre de 2011— hace una
clara reseña de este proceder). Veamos, elegida como Fiscal por sus méritos,
ensalzada por sus acciones sin tacha, ahora, prontamente, el amor se hace
público perturbando su labor y la opinión pública —ilustrada o no— que de esta
labor se tenía. Ella, en sus pronunciamientos públicos, ha intentado mantener
esos órdenes separados, aludiendo a su derecho a la privacidad. El problema en
efecto es este: La privacidad es un goce particular que no hay que intentar
compartir puesto que, aunque se trate de buenas intenciones (ya lo mencionamos),
éstas no son el eje del ejercicio político ni público; la medida de la razón de
un obrar de estas características está dada por el campo mismo de acción con los
principios y leyes que lo determinan, esto da la dignidad al acto encomendado.
Así, como en el
caso anterior, el amor no puede ni debe entrar en esta razón de la actuación
pública, no es su medida; y para ello debe darse el tiempo de espera subjetivo:
hay el tiempo para amar y hay el tiempo para gobernar. Tratar de que sean uno
solo es una ingenuidad imperdonable. Es que, simplemente, el amor obedece a una
dimensión tan singular signada por las fantasías y los síntomas de cada cual,
que no puede elevarse como consigna universal de acción política o pública,
hacerlo solamente significa elevar a esta categoría la propia singularidad de
una persona como modo de operar en el poder, y esto va más allá del estilo.
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