Guillermo Bustamante Z
Sygmunt Bauman aplica el adjetivo “líquido” a todo lo que toca: ‘modernidad líquida’, ‘tiempos líquidos’, ‘amor líquido’, ‘vida
líquida’, ‘miedo líquido’, ‘arte líquido’. Pues bien, el turno le llegó a la
educación: ya el autor escribió Los retos
de la educación en la modernidad líquida [Barcelona:
Gedisa: 2007]. Y nos llega oportunamente, pues en la coyuntura actual la
educación, tal como la conocíamos, no sólo sufre de ‘licuefacción’ (en el
sentido de Bauman), sino que está en ‘liquidación’: de un lado, en ‘oferta’ (confrontar
la propuesta de reforma a la ley 30); y, de otro lado, parece ir hacia una
‘cancelación’ (si es que nos tomamos en serio las implicaciones de lo que Bauman
plantea).
Según Bauman, hacemos la ecuación progreso = atajos: comidas rápidas,
alimentos de consumo inmediato, comprar lo que antes había que preparar,
considerar como pérdida de tiempo actividades cotidianas que antes se hacían de
buena gana. Gracias a las salas VIP, unos cuantos evitan la fila; la “clase
ejecutiva” tiene prelación y sale del avión antes que los demás; a los
portadores de tarjetas gold les dan
las citas médicas inmediatamente; en los parques de atracciones un brazalete permite
entrar por encima de quienes están haciendo fila. Según el autor, hoy parece
agobiante el esfuerzo de pelar una naranja, de servir la cerveza en el vaso, de
preparar el té, de abrir la lata de atún; en consecuencia, productos
comerciales se publicitan con el “valor agregado” de evitar el esfuerzo: huevos
o atún en polvo, libros resumidos, rebanadas de pan sin corteza, publicaciones
para Dummies, café instantáneo con leche y endulzado.
Esperar luce intolerable, se intenta
eliminar la espera. En la escena ideal, no se pospondría lo que se quiere. Es
el lema con el que se promueven ciertos servicios (usar el banco mediante la
red, por ejemplo). Algo muy distinto a la virtud suprema de los pioneros del
capitalismo —según Max Weber—, que era la postergación de la gratificación.
Ahora
bien, como explica Bourdieu, en todo asunto social palpita el mecanismo para
producir la distinción. El blue jean, por ejemplo, cuya textura preveía el
trabajo pesado, hoy tiene desgaste “de fábrica” y sirve para distinguir a los
que no tienen que ganarse la vida con ese tipo de trabajo. El rasgo distintivo es
objeto de pugna; de ahí que haya Converse
chiviados, Levis con marquillas hechas en Medellín, diplomados sobre temas de
moda, botellitas de Chivas, arte kitsch, modelos populares de las grandes
marcas, ediciones de bolsillo… “muestras” reducidas de distinción a quien sólo
puede pagar una parte. Así mismo, hoy la impaciencia es un rasgo de distinción:
privilegio es acceder a los atajos [p.21]. De tal manera, el inferior espera, el
superior hace esperar.
Para Bauman, la posición en la jerarquía
está dada por la capacidad para reducir el “tiempo que separa el deseo de su
satisfacción” [p.21]. Obtener cada vez más rápido la satisfacción equivale a
ascender en la jerarquía social. En ese horizonte, ya no se aspira a permanecer
en un trabajo, como los padres (es bochornoso ponerse del lado de los viejos en
este tipo de cosas), el compromiso mismo está en decadencia. Vocación, causa y
trabajo caen bajo el peso de la prisa. Que
el tiempo es oro ya no ajusta con el síndrome
de la impaciencia: “el tiempo
es un fastidio y una faena, una contrariedad, un desaire a la libertad humana,
una amenaza a los derechos humanos y no hay ninguna necesidad ni obligación de
sufrir tales molestias de buen grado. […] Si uno acepta esperar, postergar las recompensas debidas a su
impaciencia, será despojado de las oportunidades de alegría y placer que tienen
la costumbre de presentarse una sola vez y desaparecer para siempre [p.23].
Tenemos una clave en la cita: el
tiempo como sentido de oportunidad.
Se trata de la diosa romana llamada Ocasión: a) desnuda, de puntillas sobre
una rueda: es decir, que pasa rápidamente; b) abundante cabellera adelante: o
sea, que es fácil atraparla cuando se la espera de frente; y c) calva por
detrás: es decir, que no es posible agarrarla después de que ha pasado. De ahí
viene el dicho de “a la ocasión la pintan calva”. En este caso, se trata de oportunidad para consumir: “El paso del tiempo —dice Bauman [p.23]— presagia la
disminución de oportunidades que debieron cogerse y consumirse cuando se
presentaron”. La
lectura que hoy se promueve del mundo es desde la perspectiva del consumidor: de
un lado, lucimos con orgullo en nuestras prendas los lemas de las marcas comerciales (incluso las marquillas ahora van por fuera)…
asunto por el cual los deportistas reciben sumas millonarias; de otro lado, vemos en los
supermercados cada vez más productos marcados con el logo del mismo almacén que
los distribuye (como si producción y distribución se fundieran en uno para la
felicidad del comprador). Es lo mismo en educación: nos conminan a hablar del “cliente”
en lugar del “estudiante”, nos quieren desplazar el énfasis de la enseñanza
hacia el aprendizaje.
La
educación se entendía como la adquisición de deudas de los nuevos con la tradición.
Hoy, en cambio, se entiende como el conocimiento de lo necesario para trabajar hoy, sin importar el pasado…
Atención: la educación no tendría que ver con la creación del ámbito donde se
hace la elección, sino que ya es pensada como la elección misma frente a las
necesidades de la producción, del mercado. El rasero de la utilidad desvaloriza
lo que la escuela exponía ante los nuevos. La “cultura general” es lo que toca
saber para inscribirse en un programa de concurso. Lo “necesario para trabajar”
se consigue, sencillamente, no transforma al sujeto. Ya no hay formación.
Frente a los eventos, en el
lenguaje asumimos perspectivas:
incoativa (“arrancó
a correr”), progresiva (“se está
madurando”), resultativa (“está
seco”), habitual (“yo
hago mercado en Paloquemao”). Así, afirmar que la educación se ve ahora como
producto y no como proceso, quiere decir que ponemos el foco en el aspecto
resultativo del evento y no en el aspecto progresivo: “con tal de que cace
ratones, no importa el color del gato”. Así mismo, si el sujeto es un dato, si
no se constituye en el marco del proceso formativo, pues educarlo es
equivalente a aportarle información a una entidad previamente formada o, en el
mejor de los casos, con un desarrollo previsible.
Como
no hay que dilapidar el tiempo esperando, las modificaciones a la educación
suelen estar unidas a la disminución
del tiempo de estudio: se reduce la cantidad de asignaturas, la duración de los
semestres, el número semestres, la intensidad horaria de los cursos… además,
una hora de clase no es una hora del reloj; se puede evadir el trabajo de grado
inscribiéndose en una especialización de la misma institución; los postgrados ya
no requieren tiempo completo, ahora se hacen en cursos “intensivos” que pretenden
reemplazar la poca intensidad pero que, por consideraciones “pedagógicas”, hay que
desintensificar. O se aumenta el “trabajo independiente del alumno”, en
detrimento del trabajo efectivo in situ…
para eso se "inventó" algo que era un supuesto: el trabajo realizado
por el estudiante. Pero, ¿trabaja el alumno cuando está solo?; el trabajo en
una disciplina, ¿es espontáneo o presupone algo?; y ese algo, ¿lo hemos
generado nosotros?; ¿qué sentido cobra el llamado “trabajo individual”? En
Estados Unidos hay escuelas que están tramitando permisos para funcionar sólo 4
días a la semana, pues eso permitiría pagar menos salarios y menos servicios
públicos; un profesor catedrático que trabajaba 24 horas semanales, servía 6
cursos; hoy, en el mismo tiempo puede servir 8 o más cursos; en Colombia, el
tiempo de las jornadas en educación básica está determinado en función de la
cobertura: a menos tiempo de estudio, más intensamente se pueden utilizar las
instalaciones.
El
sujeto que supuestamente se realiza en la satisfacción inmediata de sus deseos
(es la palabra que usa Bauman), es todavía-no-formado; de tal manera, si esa
condición es la que lo constituye, y si la formación busca justamente una
satisfacción mediata… pues el sujeto nunca termina de formarse. Con el
agravante de que ahora la educación es abanderada de tal satisfacción, con lo
que puede ella misma estar sembrando las condiciones de su propia desaparición…
paradójicamente, pues ahora la institución —que no el dispositivo, que estaría
disolviéndose— queda condenada a atender toda la vida a estos sujetos que no
han aprendido a postergar la satisfacción. Entonces, si las transformaciones
producidas por la educación líquida no logran independizar al sujeto (aunque se
hable de ‘autonomía’), la educación no termina nunca. Por eso, hoy el discurso
promulga la “educación permanente”; por ello, propende por borrar las
diferencias entre educación formal e informal; e, incluso, entre educación
formal y no-formal... es la idea de que aprendemos en todas partes, en todo
momento… como si estuvieran en el mismo nivel los Principios de filosofía natural de Newton, y los programas de
nuestra tele; como si lo alfabético fuera igual a lo icónico; como si lo
narrativo fuera igual a lo argumentativo; como si las gramáticas del
conocimiento estuvieran a disposición del que declare querer consumirlas. La “educación
permanente” no es solamente la prolongación del negocio, sino más que todo un
efecto necesario: tenemos la sensación de que, si soltamos al sujeto, se
estrellará contra las paredes: ¿no nos consta que aquel que no sabe esperar
hace pataleta cuando se le niega lo que quiere? Hay que mantenerlo en la
condición de alumno.
Kant diferenciaba entre cuidado, disciplina
e instrucción. Es una secuencia lógica
(no meramente de acumulación de tiempo o de etapas de desarrollo), pues está
atada a la condición humana: a) hay que cuidar la criatura humana, porque nace
prematura y porque (a diferencia de otras especies) usa sus fuerzas en contra
de sí misma. b) Y hay que disciplinarla, es decir, hay que introducirla en la
posibilidad de lo humano, lo cual pasa por crear las condiciones de posibilidad
para que el sujeto mismo conduzca en otro sentido esa energía que alimenta una
inclinación a hacerse daño y a no constituir en el seno de una sociedad. c)
Finalmente, la instrucción presupone lo anterior, es decir, presupone un sujeto que ha internalizado la
espera (o sea, lo contrario del síndrome que hoy detecta Bauman).
Pero
si hoy no hay espera, y si la espera es un efecto de la formación, pues la
educación está condenada a nunca terminar (y con mayor razón si ella misma
promueve estos “valores” de la modernidad líquida). Lo detecta Bon Bril cuando
hace la publicidad de los adultos que no se separan de sus padres. Hoy se habla
de adultos jóvenes que siguen pegados de los juegos de video, sin encarar el
mundo del trabajo. Hoy los estudiantes brindan la certeza de una
infantilización prolongada. En educación pública hoy parece un logro que los
estudiantes no estén en la calle y reciban un refrigerio… ¡como si el mero
cuidado del que habla Kant fuera la conquista máxima de la educación para los
días que corren! Y ni siquiera se podría hablar de disciplina, pues
ahora ese proceso se lo ha identificado con “poder”, con “opresión”, asuntos
que supuestamente habría que eliminar. Ahora los estudiantes dicen qué estudiar
(no es extraño que el profesor les pregunte qué quieren aprender); ahora ellos
modifican los planes de estudio. Y si los adultos son iguales a ellos —como se
ufanan de decir—, ¡pobres adultos!: se auto-representan como no-formados (igualados
por el grado cero del conocimiento que pretende otorgar la escuela).
Esto se expresa en muchos ámbitos; un
ejemplo: hoy los adultos toman de la infancia sus insignias: nos vestimos como
muchachos, incluso luciendo en nuestras prendas los íconos que supuestamente pertenecen
al mundo infantil (las películas para menores están abarrotadas de mayores). Y si los adultos son
iguales a los jóvenes, ¡pobres jóvenes!, que creen que ese lugar asignado por
la época —con su discurso de igualdad, democracia, participación, inclusión— es
lo máximo a lo que se puede aspirar. ¿Cómo podría aspirar a ser un gran
pianista, filósofo, inventor, ingeniero, médico, matemático… si el otro no se
presenta desde ese lugar, sino desde la igualdad, es decir, desde la ausencia
de ese rasgo de distinción en relación con el saber? Pero no por eso los
jóvenes dejan de tener modelos: los deportistas (ojalá de deportes extremos),
la farándula, las armas, la droga. Aspiramos a que satisfagan ya nuestras aspiraciones, sí, pero,
¿cuáles aspiraciones?, ¿de dónde nos vienen? Si los maestros entramos en
connivencia con este discurso, pues somos cómplices de un sujeto cuyo referente
es el consumo… y luego nos aterramos —¿sinceramente?— de que no estén
interesados en el conocimiento, de que todo les aburra.
Parece
haber una tendencia a abandonar la aspiración a estudiar, a secas. Y esto no
solamente no excluye el uso de Internet, sino que también puede ser su producto,
en alguna medida. Lo que hoy se busca, lo que hoy se ofrece, no parece tratarse
de estudio, de formación, sino de una habilidad para disponer de información. E
información no es conocimiento. Pero tendemos a confundirlos. Véanse, por
ejemplo, la sección “Vida moderna” de la revista Semana: cuatro o cinco páginas dedicadas a las últimas
investigaciones. Pero no sólo las investigaciones de que se habla producen risa
(a veces parece una columna de humor), sino que se reseñan en el sentido de la
información de “interés general” que puedan generar; es decir, de las cosas que
se pueden comprar, de los hábitos de consumo que se pueden cambiar, de los
productos que se esperan de los hallazgos investigativos, etc. Bueno, pues esto
tiene su paralelo en educación: ¿no está de moda decir que el aprendizaje tiene
que ser “significativo”?, ¿no es acaso de buen recibo exigir la “aplicabilidad”
del saber?, ¿no parece un logro esforzarse por concebir un plan de estudios que
responda a las “necesidades” de los estudiantes?
Mientras
hace unos años nadie le pediría a una persona culta que mirara más allá de los
asuntos de su oficio o profesión (pues eso se daba más o menos de forma
espontánea), hoy cantaleteamos que así debe ser; con ello, confesamos —tal vez
sin saberlo— que han desaparecido las condiciones que lo hacían posible. Y esas
condiciones tienen que ver con el efecto sobre la posición del sujeto frente al
saber, no con la cantidad de información, ni con una supuesta ética a la que se
estaría faltando. Antes, la ortografía se aprendía en la primaria (no sólo por
reglas, sino fundamentalmente porque se leía); en su momento, se hicieron las
reformas que, de hecho, pasaron esa tarea a la secundaria, donde tampoco ocurre;
ahora los estudiantes llegan a la universidad sin tener que saber escribir, de
manera que las carreras de pregrado se volvieron remediales de la educación
básica y media... y los niveles de educación que se van agregando parecen una
expiación de la culpa de que la educación se vaya trivializando.
Muy
al estilo de La condición postmoderna
(Lyotard), Bauman plantea que hoy el conocimiento se ha fundido en el molde de
la mercancía. Pero hasta ahora, eso no parecía reñir con una educación cuyo
valor era ofrecer un conocimiento que podía y debía conservarse. El asunto es
que la “modernidad líquida” ha hecho perder el encanto a las posesiones
duraderas, no concebidas para ser consumidas una única vez. Esto pone en crisis
a la educación... Pero la educación parece haber nacido en crisis (y, por eso,
parece haber nacido reformada). Ahora bien, según Bauman, hasta ahora la
escuela había salido avante de las crisis [p.26]... pero es que tal vez no
había enfrentado una como la actual, que remueve su especificidad: el hecho de
que su objeto —el saber— se haya desacralizado y que, como producto, haya
entrado en la misma obsolescencia que caracteriza a todos los productos.
Desechar no sólo da prestigio: también da satisfacción. Se espera que las cosas
sirvan sólo durante un lapso determinado. No consumimos para acumular cosas,
sino para gozarlas brevemente, para tener el placer de botarlas, de “necesitar”
otras nuevas. Pues bien, los conocimientos adquiridos en la educación no son la
excepción [p.28]: también son para el uso instantáneo y puntual, exacerbado por
la mercantilización del conocimiento y del acceso a él [p.29].
Pese
al bla-bla-bla sobre el conocimiento total y disponible en la red, las patentes
siguen vigentes (y si no, confróntese el TLC) para impedir que todos obtengan
beneficios del saber. Así mismo, el secreto sigue vigente para apuntalar el
precio de productos en desarrollo (desde perfumes hasta carros, pasando por Blackberrys).
Pero, finalmente, el valor de la diferencia de este producto con el anterior
durará poco. El último modelo se desactualiza antes de desempacarlo. La
mercancía perderá valor y será reemplazada de la misma manera. Así, si antes la
educación se promovía con la promesa de que lo aprendido era inalienable, hoy
ella cae bajo el efecto social de que todo producto se enarbola en la lógica de
la obsolescencia.
De
otro lado, la educación impartía un conocimiento que tenía que ser representación
fiel del mundo… lo que presuponía que había un mundo. Pero hoy la idea es que
el mundo cambia continuamente y, en consecuencia, desafía la verdad del
conocimiento, desafía a las personas “mejor informadas” [p.31]. Lo que pondría
a todos en igualdad de condiciones. Hoy, el mundo parece más un artefacto para
olvidar que un lugar para aprender. El aprendizaje sería una búsqueda
interminable de objetos esquivos que, además, pierden el brillo cuando se los
alcanza [p.32]. La inmutabilidad del mundo justificaba la transmisión del
conocimiento; y la inmutabilidad de la naturaleza humana justificaba la
confianza del docente en sí mismo para modelar la personalidad de sus alumnos
(Jaeger). Hoy difícilmente la educación sostiene estos supuestos y habla como
en los negocios: volatilidad, fluidez, flexibilidad y corta vida. Antes que de
‘ingeniería’, se habla de ‘culturas’ y ‘redes’, ‘equipos’ y ‘coaliciones’.
Antes que de ‘dirección’ o de ‘control’, se habla de ‘influencias’. Se buscan
organizaciones de estructura flexible, fáciles de reunir, desmantelar y
reorganizar, acorde con un mundo “múltiple, complejo y en veloz movimiento”
[p.33]. Para ser eficientes y productivos hay que negarse el conocimiento
establecido, los antecedentes y la experiencia acumulada [p.34].
En
un mundo duradero, la memoria era un valor que crecía mientras más se
conservara y a medida que se alejara hacia el pasado [p.35-36]. Hoy, la memoria
parece inhabilitante, engañosa, inútil: ¿cómo saber qué va a servir mañana y
qué no? De ahí el crecimiento de servidores y redes electrónicas: almacenan la
información a distancia del cerebro, para que la información acumulada no
controle la conducta [p.36]. Costumbres, marcos cognitivos y valores estables,
objetivos de la educación ortodoxa, se convierten en desventaja.
Se
agotan la disciplina y la vigilancia: con menos esfuerzo, tiempo y dinero, se
domina amenazando con la exclusión: es el subordinado quien debe atraer el
favor del jefe, despertar el interés por “comprar” sus servicios y sus
“productos”, tal como ocurre con cualquier mercancía [p.37, 38]. “Debe
mostrarse jovial, dueño de aptitudes comunicativas, abierto y curioso,
ofreciendo a la venta su propia persona, la persona completa, como un valor
único e irremplazable que mejorará la calidad del equipo” (Boltanski y
Chiapello [p.38]). Debe “monitorearse” para probar que su forma de actuar es
aceptable (autoevaluación).
Lo
que mejor se vende es la diferencia y
no la semejanza [p.39]: no hay que
tener las aptitudes “adecuadas al empleo”, sino inventar. Y esto no se aprende
en la tradición escrita, sino en los libros “para Dummies”; es una virtud que
se desarrolla “desde dentro”, para lo cual sirven los libros de superación
personal. No hay que tener conocimiento, sino inspiración. Es preferible el asesor que el maestro. De ahí que
éste ahora se haga llamar “facilitador”. El asesor reprobará la negligencia,
pero no la ignorancia. Enseñará el saber-ser, el saber-hacer (las
competencias), antes que el saber [p.40].
Se
conquistaron las tierras ignotas (mapa mundi), lo desconocido (ciencia) y las
capacidades de percepción y retención (educación) [p.40, 41]; así, conocido el
mundo, venían las herramientas para moverse. Pero la “línea de meta”
retrocedió: a) por cada territorio conquistado, aumentan los espacios en
blanco. b) El mundo a capturar ya no es aquel sobre el que unos pocos aspiran
al Nobel: la información misma ha llegado
a ser el principal sitio de lo desconocido [p.42]; la información está
disponible y, sin embargo, insolente y enloquecedoramente distante [p.43].
El
futuro sólo aumentará las complicaciones presentes, por lo tanto, ya no se lo
persigue: la inútil y sofocante masa de conocimiento impide la salvación que
seductoramente promete. Allí se han ido derrumbando y disolviendo los
mecanismos de ordenamiento: temas relevantes, asignación de importancia,
necesidad de determinar la utilidad y autoridades que determinen el valor
[p.44]. Todo ahí parece tener el mismo peso. Abofeteados por las
contradicciones de los expertos, no podemos opinar al respecto, pues no somos
expertos, sólo podemos evaluar cantidad (es lo que cuenta al final de “¿Quién
quiere ser millonario?”, independientemente de los temas que se hayan tocado),
guiarnos por la relevancia momentánea del
tema… dictada por la propaganda.
El cambio actual no es como los cambios del pasado. ¿Podrá la educación ajustarse a las cambiantes circunstancias, fijándose nuevos objetivos y diseñando nuevas estrategias? ¿Podrá enseñar a vivir en un mundo sobresaturado de información? ¿Estará en capacidad de preparar a las próximas generaciones para vivir en semejante mundo?
El cambio actual no es como los cambios del pasado. ¿Podrá la educación ajustarse a las cambiantes circunstancias, fijándose nuevos objetivos y diseñando nuevas estrategias? ¿Podrá enseñar a vivir en un mundo sobresaturado de información? ¿Estará en capacidad de preparar a las próximas generaciones para vivir en semejante mundo?
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