lunes, 23 de enero de 2012

¿Educación líquida?

Guillermo Bustamante Z


Sygmunt Bauman aplica el adjetivo “líquido” a todo lo que toca: ‘modernidad líquida’, ‘tiempos líquidos’, ‘amor líquido’, ‘vida líquida’, ‘miedo líquido’, ‘arte líquido’. Pues bien, el turno le llegó a la educación: ya el autor escribió Los retos de la educación en la modernidad líquida [Barcelona: Gedisa: 2007]. Y nos llega oportunamente, pues en la coyuntura actual la educación, tal como la conocíamos, no sólo sufre de ‘licuefacción’ (en el sentido de Bauman), sino que está en ‘liquidación’: de un lado, en ‘oferta’ (confrontar la propuesta de reforma a la ley 30); y, de otro lado, parece ir hacia una ‘cancelación’ (si es que nos tomamos en serio las implicaciones de lo que Bauman plantea).
Según Bauman, hacemos la ecuación progreso = atajos: comidas rápidas, alimentos de consumo inmediato, comprar lo que antes había que preparar, considerar como pérdida de tiempo actividades cotidianas que antes se hacían de buena gana. Gracias a las salas VIP, unos cuantos evitan la fila; la “clase ejecutiva” tiene prelación y sale del avión antes que los demás; a los portadores de tarjetas gold les dan las citas médicas inmediatamente; en los parques de atracciones un brazalete permite entrar por encima de quienes están haciendo fila. Según el autor, hoy parece agobiante el esfuerzo de pelar una naranja, de servir la cerveza en el vaso, de preparar el té, de abrir la lata de atún; en consecuencia, productos comerciales se publicitan con el “valor agregado” de evitar el esfuerzo: huevos o atún en polvo, libros resumidos, rebanadas de pan sin corteza, publicaciones para Dummies, café instantáneo con leche y endulzado.
Esperar luce intolerable, se intenta eliminar la espera. En la escena ideal, no se pospondría lo que se quiere. Es el lema con el que se promueven ciertos servicios (usar el banco mediante la red, por ejemplo). Algo muy distinto a la virtud suprema de los pioneros del capitalismo —según Max Weber—, que era la postergación de la gratificación.
Ahora bien, como explica Bourdieu, en todo asunto social palpita el mecanismo para producir la distinción. El blue jean, por ejemplo, cuya textura preveía el trabajo pesado, hoy tiene desgaste “de fábrica” y sirve para distinguir a los que no tienen que ganarse la vida con ese tipo de trabajo. El rasgo distintivo es objeto de pugna; de ahí que haya Converse chiviados, Levis con marquillas hechas en Medellín, diplomados sobre temas de moda, botellitas de Chivas, arte kitsch, modelos populares de las grandes marcas, ediciones de bolsillo… “muestras” reducidas de distinción a quien sólo puede pagar una parte. Así mismo, hoy la impaciencia es un rasgo de distinción: privilegio es acceder a los atajos [p.21]. De tal manera, el inferior espera, el superior hace esperar.
Para Bauman, la posición en la jerarquía está dada por la capacidad para reducir el “tiempo que separa el deseo de su satisfacción” [p.21]. Obtener cada vez más rápido la satisfacción equivale a ascender en la jerarquía social. En ese horizonte, ya no se aspira a permanecer en un trabajo, como los padres (es bochornoso ponerse del lado de los viejos en este tipo de cosas), el compromiso mismo está en decadencia. Vocación, causa y trabajo caen bajo el peso de la prisa.  Que el tiempo es oro ya no ajusta con el síndrome de la impaciencia: “el tiempo es un fastidio y una faena, una contrariedad, un desaire a la libertad humana, una amenaza a los derechos humanos y no hay ninguna necesidad ni obligación de sufrir tales molestias de buen grado. […] Si uno acepta esperar, postergar las recompensas debidas a su impaciencia, será despojado de las oportunidades de alegría y placer que tienen la costumbre de presentarse una sola vez y desaparecer para siempre [p.23].
Tenemos una clave en la cita: el tiempo como sentido de oportunidad. Se trata de la diosa romana llamada Ocasión: a) desnuda, de puntillas sobre una rueda: es decir, que pasa rápidamente; b) abundante cabellera adelante: o sea, que es fácil atraparla cuando se la espera de frente; y c) calva por detrás: es decir, que no es posible agarrarla después de que ha pasado. De ahí viene el dicho de “a la ocasión la pintan calva”. En este caso, se trata de oportunidad para consumir: “El paso del tiempo —dice Bauman [p.23]— presagia la disminución de oportunidades que debieron cogerse y consumirse cuando se presentaron”. La lectura que hoy se promueve del mundo es desde la perspectiva del consumidor: de un lado, lucimos con orgullo en nuestras prendas los lemas de las marcas comerciales (incluso las marquillas ahora van por fuera)… asunto por el cual los deportistas reciben sumas millonarias; de otro lado, vemos en los supermercados cada vez más productos marcados con el logo del mismo almacén que los distribuye (como si producción y distribución se fundieran en uno para la felicidad del comprador). Es lo mismo en educación: nos conminan a hablar del “cliente” en lugar del “estudiante”, nos quieren desplazar el énfasis de la enseñanza hacia el aprendizaje.
La educación se entendía como la adquisición de deudas de los nuevos con la tradición. Hoy, en cambio, se entiende como el conocimiento de lo necesario para trabajar hoy, sin importar el pasado… Atención: la educación no tendría que ver con la creación del ámbito donde se hace la elección, sino que ya es pensada como la elección misma frente a las necesidades de la producción, del mercado. El rasero de la utilidad desvaloriza lo que la escuela exponía ante los nuevos. La “cultura general” es lo que toca saber para inscribirse en un programa de concurso. Lo “necesario para trabajar” se consigue, sencillamente, no transforma al sujeto. Ya no hay formación.
Frente a los eventos, en el lenguaje asumimos perspectivas: incoativa (“arrancó a correr”), progresiva (“se está madurando”), resultativa (“está seco”), habitual (“yo hago mercado en Paloquemao”). Así, afirmar que la educación se ve ahora como producto y no como proceso, quiere decir que ponemos el foco en el aspecto resultativo del evento y no en el aspecto progresivo: “con tal de que cace ratones, no importa el color del gato”. Así mismo, si el sujeto es un dato, si no se constituye en el marco del proceso formativo, pues educarlo es equivalente a aportarle información a una entidad previamente formada o, en el mejor de los casos, con un desarrollo previsible.

Como no hay que dilapidar el tiempo esperando, las modificaciones a la educación suelen estar unidas a la disminución del tiempo de estudio: se reduce la cantidad de asignaturas, la duración de los semestres, el número semestres, la intensidad horaria de los cursos… además, una hora de clase no es una hora del reloj; se puede evadir el trabajo de grado inscribiéndose en una especialización de la misma institución; los postgrados ya no requieren tiempo completo, ahora se hacen en cursos “intensivos” que pretenden reemplazar la poca intensidad pero que, por consideraciones “pedagógicas”, hay que desintensificar. O se aumenta el “trabajo independiente del alumno”, en detrimento del trabajo efectivo in situ… para eso se "inventó" algo que era un supuesto: el trabajo realizado por el estudiante. Pero, ¿trabaja el alumno cuando está solo?; el trabajo en una disciplina, ¿es espontáneo o presupone algo?; y ese algo, ¿lo hemos generado nosotros?; ¿qué sentido cobra el llamado “trabajo individual”? En Estados Unidos hay escuelas que están tramitando permisos para funcionar sólo 4 días a la semana, pues eso permitiría pagar menos salarios y menos servicios públicos; un profesor catedrático que trabajaba 24 horas semanales, servía 6 cursos; hoy, en el mismo tiempo puede servir 8 o más cursos; en Colombia, el tiempo de las jornadas en educación básica está determinado en función de la cobertura: a menos tiempo de estudio, más intensamente se pueden utilizar las instalaciones.
El sujeto que supuestamente se realiza en la satisfacción inmediata de sus deseos (es la palabra que usa Bauman), es todavía-no-formado; de tal manera, si esa condición es la que lo constituye, y si la formación busca justamente una satisfacción mediata… pues el sujeto nunca termina de formarse. Con el agravante de que ahora la educación es abanderada de tal satisfacción, con lo que puede ella misma estar sembrando las condiciones de su propia desaparición… paradójicamente, pues ahora la institución —que no el dispositivo, que estaría disolviéndose— queda condenada a atender toda la vida a estos sujetos que no han aprendido a postergar la satisfacción. Entonces, si las transformaciones producidas por la educación líquida no logran independizar al sujeto (aunque se hable de ‘autonomía’), la educación no termina nunca. Por eso, hoy el discurso promulga la “educación permanente”; por ello, propende por borrar las diferencias entre educación formal e informal; e, incluso, entre educación formal y no-formal... es la idea de que aprendemos en todas partes, en todo momento… como si estuvieran en el mismo nivel los Principios de filosofía natural de Newton, y los programas de nuestra tele; como si lo alfabético fuera igual a lo icónico; como si lo narrativo fuera igual a lo argumentativo; como si las gramáticas del conocimiento estuvieran a disposición del que declare querer consumirlas. La “educación permanente” no es solamente la prolongación del negocio, sino más que todo un efecto necesario: tenemos la sensación de que, si soltamos al sujeto, se estrellará contra las paredes: ¿no nos consta que aquel que no sabe esperar hace pataleta cuando se le niega lo que quiere? Hay que mantenerlo en la condición de alumno.
Kant diferenciaba entre cuidado, disciplina e instrucción. Es una secuencia lógica (no meramente de acumulación de tiempo o de etapas de desarrollo), pues está atada a la condición humana: a) hay que cuidar la criatura humana, porque nace prematura y porque (a diferencia de otras especies) usa sus fuerzas en contra de sí misma. b) Y hay que disciplinarla, es decir, hay que introducirla en la posibilidad de lo humano, lo cual pasa por crear las condiciones de posibilidad para que el sujeto mismo conduzca en otro sentido esa energía que alimenta una inclinación a hacerse daño y a no constituir en el seno de una sociedad. c) Finalmente, la instrucción presupone lo anterior, es decir, presupone un sujeto que ha internalizado la espera (o sea, lo contrario del síndrome que hoy detecta Bauman).
Pero si hoy no hay espera, y si la espera es un efecto de la formación, pues la educación está condenada a nunca terminar (y con mayor razón si ella misma promueve estos “valores” de la modernidad líquida). Lo detecta Bon Bril cuando hace la publicidad de los adultos que no se separan de sus padres. Hoy se habla de adultos jóvenes que siguen pegados de los juegos de video, sin encarar el mundo del trabajo. Hoy los estudiantes brindan la certeza de una infantilización prolongada. En educación pública hoy parece un logro que los estudiantes no estén en la calle y reciban un refrigerio… ¡como si el mero cuidado del que habla Kant fuera la conquista máxima de la educación para los días que corren! Y ni siquiera se podría hablar de disciplina, pues ahora ese proceso se lo ha identificado con “poder”, con “opresión”, asuntos que supuestamente habría que eliminar. Ahora los estudiantes dicen qué estudiar (no es extraño que el profesor les pregunte qué quieren aprender); ahora ellos modifican los planes de estudio. Y si los adultos son iguales a ellos —como se ufanan de decir—, ¡pobres adultos!: se auto-representan como no-formados (igualados por el grado cero del conocimiento que pretende otorgar la escuela).
Esto se expresa en muchos ámbitos; un ejemplo: hoy los adultos toman de la infancia sus insignias: nos vestimos como muchachos, incluso luciendo en nuestras prendas los íconos que supuestamente pertenecen al mundo infantil (las películas para menores están abarrotadas de mayores). Y si los adultos son iguales a los jóvenes, ¡pobres jóvenes!, que creen que ese lugar asignado por la época —con su discurso de igualdad, democracia, participación, inclusión— es lo máximo a lo que se puede aspirar. ¿Cómo podría aspirar a ser un gran pianista, filósofo, inventor, ingeniero, médico, matemático… si el otro no se presenta desde ese lugar, sino desde la igualdad, es decir, desde la ausencia de ese rasgo de distinción en relación con el saber? Pero no por eso los jóvenes dejan de tener modelos: los deportistas (ojalá de deportes extremos), la farándula, las armas, la droga. Aspiramos a que satisfagan ya nuestras aspiraciones, sí, pero, ¿cuáles aspiraciones?, ¿de dónde nos vienen? Si los maestros entramos en connivencia con este discurso, pues somos cómplices de un sujeto cuyo referente es el consumo… y luego nos aterramos —¿sinceramente?— de que no estén interesados en el conocimiento, de que todo les aburra.
Parece haber una tendencia a abandonar la aspiración a estudiar, a secas. Y esto no solamente no excluye el uso de Internet, sino que también puede ser su producto, en alguna medida. Lo que hoy se busca, lo que hoy se ofrece, no parece tratarse de estudio, de formación, sino de una habilidad para disponer de información. E información no es conocimiento. Pero tendemos a confundirlos. Véanse, por ejemplo, la sección “Vida moderna” de la revista Semana: cuatro o cinco páginas dedicadas a las últimas investigaciones. Pero no sólo las investigaciones de que se habla producen risa (a veces parece una columna de humor), sino que se reseñan en el sentido de la información de “interés general” que puedan generar; es decir, de las cosas que se pueden comprar, de los hábitos de consumo que se pueden cambiar, de los productos que se esperan de los hallazgos investigativos, etc. Bueno, pues esto tiene su paralelo en educación: ¿no está de moda decir que el aprendizaje tiene que ser “significativo”?, ¿no es acaso de buen recibo exigir la “aplicabilidad” del saber?, ¿no parece un logro esforzarse por concebir un plan de estudios que responda a las “necesidades” de los estudiantes?
Mientras hace unos años nadie le pediría a una persona culta que mirara más allá de los asuntos de su oficio o profesión (pues eso se daba más o menos de forma espontánea), hoy cantaleteamos que así debe ser; con ello, confesamos —tal vez sin saberlo— que han desaparecido las condiciones que lo hacían posible. Y esas condiciones tienen que ver con el efecto sobre la posición del sujeto frente al saber, no con la cantidad de información, ni con una supuesta ética a la que se estaría faltando. Antes, la ortografía se aprendía en la primaria (no sólo por reglas, sino fundamentalmente porque se leía); en su momento, se hicieron las reformas que, de hecho, pasaron esa tarea a la secundaria, donde tampoco ocurre; ahora los estudiantes llegan a la universidad sin tener que saber escribir, de manera que las carreras de pregrado se volvieron remediales de la educación básica y media... y los niveles de educación que se van agregando parecen una expiación de la culpa de que la educación se vaya trivializando.
Muy al estilo de La condición postmoderna (Lyotard), Bauman plantea que hoy el conocimiento se ha fundido en el molde de la mercancía. Pero hasta ahora, eso no parecía reñir con una educación cuyo valor era ofrecer un conocimiento que podía y debía conservarse. El asunto es que la “modernidad líquida” ha hecho perder el encanto a las posesiones duraderas, no concebidas para ser consumidas una única vez. Esto pone en crisis a la educación... Pero la educación parece haber nacido en crisis (y, por eso, parece haber nacido reformada). Ahora bien, según Bauman, hasta ahora la escuela había salido avante de las crisis [p.26]... pero es que tal vez no había enfrentado una como la actual, que remueve su especificidad: el hecho de que su objeto —el saber— se haya desacralizado y que, como producto, haya entrado en la misma obsolescencia que caracteriza a todos los productos. Desechar no sólo da prestigio: también da satisfacción. Se espera que las cosas sirvan sólo durante un lapso determinado. No consumimos para acumular cosas, sino para gozarlas brevemente, para tener el placer de botarlas, de “necesitar” otras nuevas. Pues bien, los conocimientos adquiridos en la educación no son la excepción [p.28]: también son para el uso instantáneo y puntual, exacerbado por la mercantilización del conocimiento y del acceso a él [p.29].
Pese al bla-bla-bla sobre el conocimiento total y disponible en la red, las patentes siguen vigentes (y si no, confróntese el TLC) para impedir que todos obtengan beneficios del saber. Así mismo, el secreto sigue vigente para apuntalar el precio de productos en desarrollo (desde perfumes hasta carros, pasando por Blackberrys). Pero, finalmente, el valor de la diferencia de este producto con el anterior durará poco. El último modelo se desactualiza antes de desempacarlo. La mercancía perderá valor y será reemplazada de la misma manera. Así, si antes la educación se promovía con la promesa de que lo aprendido era inalienable, hoy ella cae bajo el efecto social de que todo producto se enarbola en la lógica de la obsolescencia.
De otro lado, la educación impartía un conocimiento que tenía que ser representación fiel del mundo… lo que presuponía que había un mundo. Pero hoy la idea es que el mundo cambia continuamente y, en consecuencia, desafía la verdad del conocimiento, desafía a las personas “mejor informadas” [p.31]. Lo que pondría a todos en igualdad de condiciones. Hoy, el mundo parece más un artefacto para olvidar que un lugar para aprender. El aprendizaje sería una búsqueda interminable de objetos esquivos que, además, pierden el brillo cuando se los alcanza [p.32]. La inmutabilidad del mundo justificaba la transmisión del conocimiento; y la inmutabilidad de la naturaleza humana justificaba la confianza del docente en sí mismo para modelar la personalidad de sus alumnos (Jaeger). Hoy difícilmente la educación sostiene estos supuestos y habla como en los negocios: volatilidad, fluidez, flexibilidad y corta vida. Antes que de ‘ingeniería’, se habla de ‘culturas’ y ‘redes’, ‘equipos’ y ‘coaliciones’. Antes que de ‘dirección’ o de ‘control’, se habla de ‘influencias’. Se buscan organizaciones de estructura flexible, fáciles de reunir, desmantelar y reorganizar, acorde con un mundo “múltiple, complejo y en veloz movimiento” [p.33]. Para ser eficientes y productivos hay que negarse el conocimiento establecido, los antecedentes y la experiencia acumulada [p.34].
En un mundo duradero, la memoria era un valor que crecía mientras más se conservara y a medida que se alejara hacia el pasado [p.35-36]. Hoy, la memoria parece inhabilitante, engañosa, inútil: ¿cómo saber qué va a servir mañana y qué no? De ahí el crecimiento de servidores y redes electrónicas: almacenan la información a distancia del cerebro, para que la información acumulada no controle la conducta [p.36]. Costumbres, marcos cognitivos y valores estables, objetivos de la educación ortodoxa, se convierten en desventaja.
Se agotan la disciplina y la vigilancia: con menos esfuerzo, tiempo y dinero, se domina amenazando con la exclusión: es el subordinado quien debe atraer el favor del jefe, despertar el interés por “comprar” sus servicios y sus “productos”, tal como ocurre con cualquier mercancía [p.37, 38]. “Debe mostrarse jovial, dueño de aptitudes comunicativas, abierto y curioso, ofreciendo a la venta su propia persona, la persona completa, como un valor único e irremplazable que mejorará la calidad del equipo” (Boltanski y Chiapello [p.38]). Debe “monitorearse” para probar que su forma de actuar es aceptable (autoevaluación).
Lo que mejor se vende es la diferencia y no la semejanza [p.39]: no hay que tener las aptitudes “adecuadas al empleo”, sino inventar. Y esto no se aprende en la tradición escrita, sino en los libros “para Dummies”; es una virtud que se desarrolla “desde dentro”, para lo cual sirven los libros de superación personal. No hay que tener conocimiento, sino inspiración. Es preferible el asesor que el maestro. De ahí que éste ahora se haga llamar “facilitador”. El asesor reprobará la negligencia, pero no la ignorancia. Enseñará el saber-ser, el saber-hacer (las competencias), antes que el saber [p.40].
Se conquistaron las tierras ignotas (mapa mundi), lo desconocido (ciencia) y las capacidades de percepción y retención (educación) [p.40, 41]; así, conocido el mundo, venían las herramientas para moverse. Pero la “línea de meta” retrocedió: a) por cada territorio conquistado, aumentan los espacios en blanco. b) El mundo a capturar ya no es aquel sobre el que unos pocos aspiran al Nobel: la información misma ha llegado a ser el principal sitio de lo desconocido [p.42]; la información está disponible y, sin embargo, insolente y enloquecedoramente distante [p.43].
El futuro sólo aumentará las complicaciones presentes, por lo tanto, ya no se lo persigue: la inútil y sofocante masa de conocimiento impide la salvación que seductoramente promete. Allí se han ido derrumbando y disolviendo los mecanismos de ordenamiento: temas relevantes, asignación de importancia, necesidad de determinar la utilidad y autoridades que determinen el valor [p.44]. Todo ahí parece tener el mismo peso. Abofeteados por las contradicciones de los expertos, no podemos opinar al respecto, pues no somos expertos, sólo podemos evaluar cantidad (es lo que cuenta al final de “¿Quién quiere ser millonario?”, independientemente de los temas que se hayan tocado), guiarnos por la relevancia momentánea del tema… dictada por la propaganda.
El cambio actual no es como los cambios del pasado. ¿Podrá la educación ajustarse a las cambiantes circunstancias, fijándose nuevos objetivos y diseñando nuevas estrategias? ¿Podrá enseñar a vivir en un mundo sobresaturado de información? ¿Estará en capacidad de preparar a las próximas generaciones para vivir en semejante mundo?

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