La palabra es, por excelencia, un llamado al otro;
implica al otro en su estructura, por eso es dirigida, no es sin la presencia del
otro, sea real o imaginada. La palabra, entonces, incluye la responsabilidad de
convocar al otro a ser su destinatario, de eso no puede uno desentenderse. En
este sentido, cuando la palabra se propaga a la velocidad del viento, magnificándose
—claro, hablo de los actuales medios tecnológicos de propagación— el agente de
lo dicho no puede escamotearse en lo infortunado de la reacción, pretendidamente
impulsiva. No hay exculpación, o no debería haberla, puesto que los medios
están al servicio de la irreflexión, ésta no nace con ellos.
Cuando se dice: “oprimí el botón en un momento
irracional, precipitadamente, con la cabeza caliente”, no es distinto a
justificarse bajo el argumento de estar preso de la ira, enceguecido por la
pasión. Aunque se pretenda inimputabilidad con ello, hay un agente responsable
de la reacción desencadenada, hay un sujeto que hay que encontrar tras el
cúmulo de pasiones encendidas. ¿Cómo aparece el sujeto en este torbellino
desenfrenado de afectos sincrónicos? ¿Cómo hacer advenir la subjetivación y la
responsabilidad que le corresponde? La vergüenza es el afecto que, como tal,
implica un mayor compromiso de la relación entre el sujeto y el otro. Solo hay
vergüenza cuando se reconoce al otro como destinatario del acto, en este caso,
del acto de hablar. El declive de la vergüenza, del pudor, es un modo de
habitar el mundo que compromete seriamente el lazo social contemporáneo. El
legado político y social de un presidente de la república que afirmó ante las
cámaras de televisión, con toda desfachatez y sin pudor alguno: “Aquí estoy y
aquí me quedo”, al igual que el proceso político en su contra, televisado, sin
que esto fuera límite alguno en el correcto proceder, ya dejó ver lo que se
cristalizaba como estilo imperativo de gestión pública y política.
Tomemos dos ejemplos recientes (tan solo dos porque
desafortunadamente hay varios, demasiados) del panorama ruidoso de la política
que nos concierne en la vida nacional, y que por sus puntos en común van en la
misma dirección. Hace unos meses hubo mensajes de dos personajes públicos:
El presidente del Congreso, Juan Manuel Corzo, aseguró
públicamente que con su sueldo (16 millones de pesos) no le alcanzaba para la
gasolina de sus camionetas... esto como argumento para validar el hecho de que
ese gasto sea cobijado (o siga siéndolo) por el presupuesto del Congreso, es
decir, costeado por los colombianos. Hubo manifestación y sendos comunicados
criticando decididamente estos enunciados entendidos como afrenta de lo que
puede entenderse como el bien común.
De otra parte, el ex vicepresidente de la Nación,
Francisco Santos, afirmó, frente a la protesta estudiantil contra la reforma a
la educación superior, que debían aplacarse los ímpetus aplicando armas eléctricas,
legalmente concebidas. También, reacciones en contra de una afirmación tan
hueca y necia, por decir lo menos, que no consuena con alguien que ocupó,
inmerecidamente es claro, el cargo político que ostentó durante ocho años.
Por supuesto, por supuesto, hay personas ilustradas,
inteligentes, serias, pensantes, que son convocadas a escuchar esto, a pesar de
la vacuidad de su contenido, de la pobreza de su construcción. De nuevo, la
palabra se dirige al otro y este es su compromiso de base, no hay exculpación
en este sentido.
Los puntos en común: después de esas afrentas públicas
contra la inteligencia, salen estos dos personajes, de nuevo públicamente, para
disculparse por su “error” y decir que no sabían en qué estaban pensando (lo
dijeron sin saber), que fue un momento del que se arrepienten y los destinatarios,
entonces, deben olvidar a partir de ese supuesto acto de redención. Digamos
rápidamente que esto no es un acto, no un acto verdadero, aquel digno de un
sujeto que asume las consecuencias de lo que hace y lo que dice. ¿Y por qué no
es un acto? Porque no produce un cambio, ni conmociona una posición. Después de
estas declaraciones, bastante superficiales y mediáticas que pretendían ser
palabras de arrepentimiento, pasó… nada. Los personajes continúan en sus
funciones (el ex vicepresidente ahora micrófono en mano, en cadena radial). La
vergüenza no alcanzó para producir un acto de sanción sobre su propio decir,
única forma de ser sujeto responsable de lo que se dice. Ninguno renunció, la
vergüenza no alcanzó para llevar a cabo la dignidad del acto que consumaría este
sentimiento. Esto equivaldría a una asunción verdadera. Otro punto en común de
estos dos casos tiene que ver con el entorno que los ampara: para
que haya un sentimiento de vergüenza, la sanción simbólica viene del otro, de
la indignación del otro tomado como un límite de acción. Pero acá, además de
escritos y manifestaciones (importantes y necesarios), quienes rodean a los
concernidos, solo les jalan las orejas afectivamente ¡y que no vuelva a pasar! Vemos
la avanzada inquebrantable de los intereses de grupo, mercantil, entiéndase.
¡Ah!, cómo no recordar al Gran Vatel, el maître francés
del siglo XVII, cuya radical asunción de la vergüenza lo lleva a pagar con su
vida, o la novela de Hawthorne La Letra Escarlata, esa que marcaba no solo al
sujeto supuesto pecador, sino a toda una sociedad cuya hipocresía la convertía
en causa material para el crimen.
Pero no, no podemos pedir ni el pago con la vida, ni la
marca indeleble de una moral insensata; pero sí, léase bien, la reivindicación
de la vergüenza como la única vía que puede conducir a un sujeto a la dignidad
de actuar a partir de ella.
Antes de oprimir el botón, tomar el micrófono, que se
enciendan las cámaras, hay que morderse la lengua (como lo dice el
psicoanalista francés Jacques Lacan como advertencia a las pasiones del
psicoanalista) y no olvidar en ningún momento que la palabra emitida implica la
reciprocidad, y de eso los hablantes somos responsables.
L.A.Y.
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