Lizbeth Ahumada Yanet
El Uno como cifra está
inmerso en la historia del pensamiento. Significa el trazo de la serie, la
enumeración, la contabilidad de los elementos que componen el mundo; incluido,
claro está, el ser humano. Salto fundamental en el desarrollo de las ideas y de
las ciencias. La filosofía se ha consagrado a su entendimiento desde hace
varios milenios, en innumerables esfuerzos por encontrar en ese rasgo unitario
el germen de la vida misma, el elemento básico de la existencia, del Ser. El
Parmenides de Platón es ejemplar en este sentido. Igualmente, toda política de
la igualdad imperante desde tiempos clásicos se basa en esta aspiración: tratar
a todos como Uno, o al menos invocar Una legislación para muchos. Así, decir
todo y Uno (con mayúscula) en un sentido, es lo mismo. En cada época ha tomado
formas diversas, pero al final, todo se viste de Uno. Y no es necesario forzar
esta idea al plantear que, finalmente, cualquier acto de segregación tiene por
detrás el rostro de aquello que no pudo cubrirse bajo el manto de la Unidad. Hay
pues una aspiración, sin mayores vueltas, una tendencia “natural”, un eterno
retorno de la tentación de anular lo diferente. Uno es una tentación que se
inscribe en diversos escenarios que resultan la base de principios prácticos y
de doctrina. Y sin ir más lejos se configura en un verdadero ethos con relación al lazo social. Uno cerrado, autoerótico, hipostasiado y separado de
la dimensión temporal. A este Uno se le adosa la idea del Ser y es en este plus
que encontramos el mayor obstáculo en la apertura al Otro de la diferencia
radical. Los fenómenos gregarios apuntan a significar esta idea de Ser Uno con
los demás.
El psicoanálisis se interesó por ello a partir del planteamiento freudiano de la ilusión de Unidad, fundamento de la matriz constitutiva del yo; es decir, el yo como formación ideal y psíquica no es otra cosa que el Uno realizado, es una instancia que se funda sobre la idea de cierre, de autenticidad, de unicidad, de propiedad. A eso lo llamó Freud, apelando al mito griego, la estructura narcisista del yo. Pues bien, es a partir de esta noción que tendremos que decir que esta inclinación está en la base de la relación, del lazo con los otros. El concepto de masa, por ejemplo, es una aplicación contundente de este pensamiento, al tratarla, con fines determinados, como un solo y mismo individuo. En este punto baste recordar el estudio de Ortega y Gasset sobre la rebelión de las masas. Freud, por su parte, habló de Psicología de las masas y análisis del yo, para enfatizar justamente esta continuidad en la idea de un Uno en lo que concierne al yo y al Todo. Es necesario señalar que con el psicoanalista Jacques Lacan la pregunta a que da lugar esta constatación de la presencia incesante de la aspiración a la Unidad, es si se trata siempre del mismo Uno. Lacan se dedicará a enfatizar para la experiencia del psicoanálisis, la necesidad de distinguir entre sí varios Unos: El Uno del individuo, el Uno de la clase, el Uno de lo singular, también el Uno real de la serie numérica, el Uno imaginario, el falso Uno de Eros, y una larga lista de Unos. Invitando a la pregunta: Cada vez que leamos, escuchemos, pensemos en el Uno, ¿de qué Uno se trata? Es una pregunta que debe ser expropiada de la especificidad de la práctica analítica, para pensarla a propósito de las acciones que dan lugar a un campo razonado de práctica en virtud de otro.
De esta manera, cualquier intento por pensar acerca de lo que no queda integrado en el circuito cerrado del Uno como Ser o, aquello que conmueve la ilusión de esa “corporeidad”, necesariamente entra a contrariar la base, qué digo contrariar, a subvertir una forma de pensamiento y de imagen cuyo peso no nos pertenece: es una marca indeleble, digamos, de “origen”. Los paradigmas científicos ciertamente deben arremeter contra ello y poner en crisis este tipo de pensamiento, es lo único que ha permitido el avance de las ciencias. Esta aspiración tiránica y exigente: hacer de lo otro Uno, es lo que obliga a pensar en qué se funda toda consigna de igualdad, sin dejar de reconocer en ello el origen del Derecho mismo, y la pertinencia de la pregunta en el ámbito preciso de la educación; en virtud del interés de la aplicación de programas que conciban una verdadera inclusión en este campo. Hablemos entonces del ámbito práctico de la pedagogía, de la educación concebida formal, de la institucionalización del ejercicio sublime de acompañar al otro en el desciframiento del mundo, si se me permite decirlo así.
El psicoanálisis se interesó por ello a partir del planteamiento freudiano de la ilusión de Unidad, fundamento de la matriz constitutiva del yo; es decir, el yo como formación ideal y psíquica no es otra cosa que el Uno realizado, es una instancia que se funda sobre la idea de cierre, de autenticidad, de unicidad, de propiedad. A eso lo llamó Freud, apelando al mito griego, la estructura narcisista del yo. Pues bien, es a partir de esta noción que tendremos que decir que esta inclinación está en la base de la relación, del lazo con los otros. El concepto de masa, por ejemplo, es una aplicación contundente de este pensamiento, al tratarla, con fines determinados, como un solo y mismo individuo. En este punto baste recordar el estudio de Ortega y Gasset sobre la rebelión de las masas. Freud, por su parte, habló de Psicología de las masas y análisis del yo, para enfatizar justamente esta continuidad en la idea de un Uno en lo que concierne al yo y al Todo. Es necesario señalar que con el psicoanalista Jacques Lacan la pregunta a que da lugar esta constatación de la presencia incesante de la aspiración a la Unidad, es si se trata siempre del mismo Uno. Lacan se dedicará a enfatizar para la experiencia del psicoanálisis, la necesidad de distinguir entre sí varios Unos: El Uno del individuo, el Uno de la clase, el Uno de lo singular, también el Uno real de la serie numérica, el Uno imaginario, el falso Uno de Eros, y una larga lista de Unos. Invitando a la pregunta: Cada vez que leamos, escuchemos, pensemos en el Uno, ¿de qué Uno se trata? Es una pregunta que debe ser expropiada de la especificidad de la práctica analítica, para pensarla a propósito de las acciones que dan lugar a un campo razonado de práctica en virtud de otro.
De esta manera, cualquier intento por pensar acerca de lo que no queda integrado en el circuito cerrado del Uno como Ser o, aquello que conmueve la ilusión de esa “corporeidad”, necesariamente entra a contrariar la base, qué digo contrariar, a subvertir una forma de pensamiento y de imagen cuyo peso no nos pertenece: es una marca indeleble, digamos, de “origen”. Los paradigmas científicos ciertamente deben arremeter contra ello y poner en crisis este tipo de pensamiento, es lo único que ha permitido el avance de las ciencias. Esta aspiración tiránica y exigente: hacer de lo otro Uno, es lo que obliga a pensar en qué se funda toda consigna de igualdad, sin dejar de reconocer en ello el origen del Derecho mismo, y la pertinencia de la pregunta en el ámbito preciso de la educación; en virtud del interés de la aplicación de programas que conciban una verdadera inclusión en este campo. Hablemos entonces del ámbito práctico de la pedagogía, de la educación concebida formal, de la institucionalización del ejercicio sublime de acompañar al otro en el desciframiento del mundo, si se me permite decirlo así.
La inclusión en las fronteras del sinsentido
La idea de lugar, de situs, se instala acomodaticiamente cuando pensamos en una educación inclusiva; puesto que ¿A qué continente se consagra la inclusión? ¿A qué tinaja, qué contenido? En este sentido, la imagen que se impone como inclinación, como automatismo es la del espacio cerrado, con fronteras definidas; es la plenitud espacial y también temporal concebible como un todo. La imagen del círculo será la que Gastón Bachelard[1] clasificará como uno de los mayores obstáculos epistemológicos en el conocimiento científico, y, debemos decir, éste es correlativo a la idea expresada del Uno como Ser.
Ahora bien, es claro que el ideal de la educación no se despoja de esta investidura al pensar en la tensa relación del Uno y del Todo, de la Excepción y la regla. Y la idea de mezclar, agrupar o “contaminar” los miembros de uno o de otro conjunto sostiene la idea de polos opuestos. Sin embargo, no hay que olvidar que la regla existe a partir de la excepción y no viceversa; y que en todo caso se trata de un espectro de continuidad y por ende, una lógica de “frente y revés” de “guante dado vuelta”. Basta palpar las experiencias habituales de los educadores en este sentido. Si la inclusión es pensada en estos términos, servirá de oficiante en la inercia del acercamiento de la diferencia al Uno de lo mismo y del Todo, y esto, perpetúa el escollo imaginario al que el ser humano es exigido en nombre de una ilusoria armonía.
Aquí es importante detenernos a pensar que lo que entabla un desafío es la atención que merece lo heteros en cuestión, lo que de eso da lugar a pensar una inclusión. No se puede eludir la paradoja: solo es posible incluir la diferencia a condición de mantenerla como tal. Esta paradoja la encontramos como el momento notable relativo a concebir el rasgo en juego a la hora de hablar de la diferencia: ¿Qué valor puede cobrar la diferencia, de tal manera que no se enrede en los linderos de una aspiración imaginaria y automática del Uno?
Tal vez el valor de la diferencia como oportunidad es lo que podemos considerar. Oportunidad en cuanto es el único momento, a veces fugaz en una vida, para ver emerger con fuerza los recursos de los que dispone un sujeto cuando aloja la diferencia en su dimensión irreductible al Uno y hace de ella una causa novedosa. Buscar el sentido para entender por qué la diferencia existe, no hace más que anularla... o, al menos, intenta hacerlo. En todo caso, no es el encargo de la pedagogía. Más bien, interesarse por los modos de hacer en la diferencia es a lo que puede estar conminada. El sentido opaca la posibilidad de entender el sentimiento de estar al frente o a un costado, muy cerca, de lo verdaderamente heteros que hay en el otro.
Y hablamos de una oportunidad que deviene una práctica operativa, que incide en la realidad del acto pedagógico. Una experiencia razonada, susceptible de ser transmitida en lo esencial. Ser “amigo de la diferencia” es lo que permite que nuevas experiencias vitales puedan abrirse a un mundo ya conocido pero nuevo por conocer. La diferencia se puede vivir pero no hay que exigirle que dé sus razones; una vez se entra en este terreno, se abre la puerta a la Verdad con mayúscula y este es el preámbulo de cualquier guerra, así sea la guerra cotidiana por el solo hecho de experimentar un lugar. Y, en efecto, si no hay la oportunidad de convivir, de aprender al lado de la diferencia, no se podrá jamás hacer de eso un estilo de vida tolerante, tan solo se convertirá en vana legislación, en retórica gastada, cercenada por lo mismo de una verdad. Como ejemplo de ello, asistimos actualmente a la proliferación de síntomas que encarnan esta dimensión del repudio a la diferencia en sus formas más violentas.
Diversas disciplinas han pensado seriamente sobre el malestar contemporáneo en las instituciones educativas. Importantes aportes al debate que van desde prevalecer el estudio de los efectos en la educación del “ocaso de la autoridad en occidente” hasta la incidencia en ella del desarrollo irrefrenable de la ciencia y la tecnología. Este malestar, difundido en exceso, se encarna en los síntomas que emergen ahora, en el interior mismo de la institución, antaño concebida para contener y rectificar, o al menos para refugiarse del malestar de la civilización que transcurría fuera de sus paredes.
Encontramos atropellos escandalosos a la diferencia en los jóvenes de hoy; ha devenido un fenómeno alarmante (esto es lo nuevo, la situación hecha fenómeno). La diferencia es el enemigo, la intolerancia de su existencia la consigna. No nos parece muy alejado a lo que constatamos respecto del desierto de diferencia que puede habitar en el mundo de la experiencia educativa para alguien; experiencia no contrariada en ningún momento. Ha faltado la oportunidad para palpar la verdadera diferencia, para existir con ella. Y podemos decir que la idea de que las razones de un pasado determinan un futuro, tan difundida por la psicología, es en realidad una conjetura propia del sentido común. Porque esto es igual a decir que se aspira a perpetuar el Uno de lo mismo, es decir pensar el ciclo de repetición como una unidad (repito lo que me fue aplicado). Pero la ingenuidad acá es imperdonable, como lo es también la buena voluntad. No se trata de imponer una política de la diferencia pero sí de asegurar un lugar a quienes pueden querer hacer de la oportunidad de la diferencia una práctica.
Esto debería ser algo que experimente el niño permanentemente, no solo una diferencia engendrada en el lugar que asignan las funciones simbólicas, sino una diferencia que emane del más próximo. A la vuelta de la esquina, cuando se cruce con otro diverso, no aspirará necesariamente al Uno, habrá contado con los recursos, tal vez, que surgieron a partir de la cercanía con lo diferente, aquello que resultó absolutamente ajeno y carente de sentido, y por eso mismo algo que produjo un saber hacer de una manera distinta al modo de inercia estructural de la fusión.
El panorama de la diferencia es proclive a mostrar lo que la clínica analítica nos enseña: cuando nos tropezamos en la vida con algo imposible, lo convertimos en impotencia. Forma neurótica de renegar de los puntos de impasse inscritos en la estructura de una práctica. Al transformar estos puntos y oscurecerlos —vale decir, vestirlos, con la queja, el desasosiego, la incomprensión, el sacrificio—, se hace consistir aún más el ideal del Uno de aspiración armónica; y cargar sobre las espaldas este ideal, cobra con fuerza la vitalidad que da el deseo de actuar en el lugar del educador. También hay toda una sintomatología que se ha estandarizado del malestar presente en los agentes de esta labor.
El activismo desgastante es uno de los nombres de este ideal. Pensar que hay que hacer, literalmente, el doble frente a la diferencia y entonces, etc., etc. Deja sin respiro a quien imagina siquiera la tarea. Ahora bien, ¿Qué hay que hacer? ¿Por qué hay que hacer? Dejar hacer, eso sí es impensable en el Uno de la educación. Pues bien, es a lo impensable a lo que debemos dar lugar, como con la diferencia, acá el sentido nos juega la peor de las pasadas.
Dejar al otro, niño o joven, que despliegue sus posibilidades, sus alcances y sus límites, plantea la necesidad de ubicarse como aquel que encausa de la buena manera lo que se muestra como un interés decidido; abrir un camino a eso, dándole lugar (no necesariamente “actuando demasiado”), deja el acto del lado del sujeto presto a la educación y no del lado del educador. Dejarse enseñar en la dirección indicada es una experiencia inédita para el educador y, de tal forma, sólo es transmisible en cada caso, y, por eso, la existencia de los manuales en este sentido, como en casi todo, es inocua. ¡Un educador puede encarnar la paradoja de erigirse como un líder que sigue a otro! En su propio proceso educativo entiéndase. Los educadores están llamados a escribir estas experiencias inigualables, no para ser imitados, sino para inspirar el deseo de que otros consideren la posibilidad como una oportunidad. Hace poco, por internet, pude ver la imagen de un niño escribiendo concentrado, sentado sobre un armario en un aula de clase (En una provincia española). Lo inverosímil y conmovedor de esta imagen es que el niño estaba rodeado de muchos otros niños también abocados y concentrados en su propia escritura. El educador a un costado dirigía su mirada a la mayoría sin ningún guiño especial. Me resulta una imagen inspiradora y evocadora de lo que aquí tratamos.
Por último, debemos decir unas palabras de esta decisión de tomar la diferencia como oportunidad. Como toda decisión, implica algo que se pierde. Y en esto es insustituible lo que acontece en la esfera más íntima de un ser. Una oportunidad se aprovecha o no, por eso la pintan calva (en realidad se pinta sólo con un pelo). Pero, para eso, hay que ver allí una oportunidad, y tomarla por el pelo rápidamente para no dejarla escapar. Así, vale la pena pensar que, del lado del educador, se debe pensar en franquear ciertos umbrales en esta decisión. No sólo se requiere coraje para ello, sino también lo más importante: un deseo inspirador de perturbar de la mejor manera lo que ya está instalado como automatón. Ni el coraje ni el deseo (es lo mismo) se impone como el Uno, o se legisla. Y la cuestión es fundamental: ¡júntense aquellos para quienes puede constituir una causa de experiencia, de escritura, enseñar en y con la diferencia. Quienes quieren practicar estar al lado de Una diferencia como existencia sin darle el sentido que llama a la esencia, al falso ser; quienes aceptan su presencia sin comprender su sentido!: Razón de la práctica, del intercambio, de la investigación.
Entendámonos: la imagen de la unidad y de la uniformidad es lo que primero se presta a la imagen ideal de la caridad. Esto se replica en todos o casi todos los ámbitos de la vida que no impliquen la soledad radical. Así que es una suerte de axioma que se cristaliza en el ejercicio de cualquier rincón del poder, por grande o pequeño que éste sea. Seguimos a Foucault al pensar que cuando hay un agente de discurso se moviliza una estructura de poder. Y no hay relación posible o lazo social que no implique un discurso. Por eso es imposible pensar (no lo vistamos de impotencia) que haya formas universales de tratar la diferencia. Lo que sí es posible es tratar de exigir al deseo del educador que declare, en la medida de lo posible, sus razones, sus hallazgos, sus preguntas en la práctica con la diferencia. Aunque me parece, esto vale para toda la práctica pedagógica, acá se sitúa como esencial. Lo que en Europa se concibe como “protocolos a medida” (en Francia se divulga esto actualmente de manera recurrente, favorecido por la declaración de una cruzada por la inserción institucional del autismo en este año 2012 declarado justamente el año internacional del autismo) no son una sofisticación que el primer mundo se puede permitir (y, aunque puede ser verdad, no es lo más interesante), más bien se refiere a lo que hemos planteado como un ideal que mueve la labor del educador y no que detiene; y es que hay la cara bondadosa del ideal, la que motiva, la que entusiasma. La otra cara a la que hemos aludido, es la que se regocija en la impotencia estéril y espuria.
Hay esfuerzos loables que contrarían esto y, en ese sentido, hablamos de un “suave forzamiento” al hablar de una inclusión (no de LA inclusión; cada acto inclusivo es Uno y de esto es lo que hay que dar cuenta, hacer un saber acumulado), suave forzamiento en la medida en que se trata de favorecer que no se goce de ser el uno, el único, la excepción. En esta medida la diferencia se pone a trabajar y claro está, el consentimiento del sujeto es fundamental. La inspiración del educador por un lado y el consentimiento del estudiante por otro.
Y sí, si alguien toma la oportunidad de ocupar ese noble lugar que carece de alguna forma de un reconocimiento manifiesto, es hora de fundar sus razones y hacer con ello la causa de su acción. Es lo propio de quien se reconoce actuando conforme a su deseo. Eso no es poco y hace “la diferencia”.
La idea de lugar, de situs, se instala acomodaticiamente cuando pensamos en una educación inclusiva; puesto que ¿A qué continente se consagra la inclusión? ¿A qué tinaja, qué contenido? En este sentido, la imagen que se impone como inclinación, como automatismo es la del espacio cerrado, con fronteras definidas; es la plenitud espacial y también temporal concebible como un todo. La imagen del círculo será la que Gastón Bachelard[1] clasificará como uno de los mayores obstáculos epistemológicos en el conocimiento científico, y, debemos decir, éste es correlativo a la idea expresada del Uno como Ser.
Ahora bien, es claro que el ideal de la educación no se despoja de esta investidura al pensar en la tensa relación del Uno y del Todo, de la Excepción y la regla. Y la idea de mezclar, agrupar o “contaminar” los miembros de uno o de otro conjunto sostiene la idea de polos opuestos. Sin embargo, no hay que olvidar que la regla existe a partir de la excepción y no viceversa; y que en todo caso se trata de un espectro de continuidad y por ende, una lógica de “frente y revés” de “guante dado vuelta”. Basta palpar las experiencias habituales de los educadores en este sentido. Si la inclusión es pensada en estos términos, servirá de oficiante en la inercia del acercamiento de la diferencia al Uno de lo mismo y del Todo, y esto, perpetúa el escollo imaginario al que el ser humano es exigido en nombre de una ilusoria armonía.
Aquí es importante detenernos a pensar que lo que entabla un desafío es la atención que merece lo heteros en cuestión, lo que de eso da lugar a pensar una inclusión. No se puede eludir la paradoja: solo es posible incluir la diferencia a condición de mantenerla como tal. Esta paradoja la encontramos como el momento notable relativo a concebir el rasgo en juego a la hora de hablar de la diferencia: ¿Qué valor puede cobrar la diferencia, de tal manera que no se enrede en los linderos de una aspiración imaginaria y automática del Uno?
Tal vez el valor de la diferencia como oportunidad es lo que podemos considerar. Oportunidad en cuanto es el único momento, a veces fugaz en una vida, para ver emerger con fuerza los recursos de los que dispone un sujeto cuando aloja la diferencia en su dimensión irreductible al Uno y hace de ella una causa novedosa. Buscar el sentido para entender por qué la diferencia existe, no hace más que anularla... o, al menos, intenta hacerlo. En todo caso, no es el encargo de la pedagogía. Más bien, interesarse por los modos de hacer en la diferencia es a lo que puede estar conminada. El sentido opaca la posibilidad de entender el sentimiento de estar al frente o a un costado, muy cerca, de lo verdaderamente heteros que hay en el otro.
Y hablamos de una oportunidad que deviene una práctica operativa, que incide en la realidad del acto pedagógico. Una experiencia razonada, susceptible de ser transmitida en lo esencial. Ser “amigo de la diferencia” es lo que permite que nuevas experiencias vitales puedan abrirse a un mundo ya conocido pero nuevo por conocer. La diferencia se puede vivir pero no hay que exigirle que dé sus razones; una vez se entra en este terreno, se abre la puerta a la Verdad con mayúscula y este es el preámbulo de cualquier guerra, así sea la guerra cotidiana por el solo hecho de experimentar un lugar. Y, en efecto, si no hay la oportunidad de convivir, de aprender al lado de la diferencia, no se podrá jamás hacer de eso un estilo de vida tolerante, tan solo se convertirá en vana legislación, en retórica gastada, cercenada por lo mismo de una verdad. Como ejemplo de ello, asistimos actualmente a la proliferación de síntomas que encarnan esta dimensión del repudio a la diferencia en sus formas más violentas.
Diversas disciplinas han pensado seriamente sobre el malestar contemporáneo en las instituciones educativas. Importantes aportes al debate que van desde prevalecer el estudio de los efectos en la educación del “ocaso de la autoridad en occidente” hasta la incidencia en ella del desarrollo irrefrenable de la ciencia y la tecnología. Este malestar, difundido en exceso, se encarna en los síntomas que emergen ahora, en el interior mismo de la institución, antaño concebida para contener y rectificar, o al menos para refugiarse del malestar de la civilización que transcurría fuera de sus paredes.
Encontramos atropellos escandalosos a la diferencia en los jóvenes de hoy; ha devenido un fenómeno alarmante (esto es lo nuevo, la situación hecha fenómeno). La diferencia es el enemigo, la intolerancia de su existencia la consigna. No nos parece muy alejado a lo que constatamos respecto del desierto de diferencia que puede habitar en el mundo de la experiencia educativa para alguien; experiencia no contrariada en ningún momento. Ha faltado la oportunidad para palpar la verdadera diferencia, para existir con ella. Y podemos decir que la idea de que las razones de un pasado determinan un futuro, tan difundida por la psicología, es en realidad una conjetura propia del sentido común. Porque esto es igual a decir que se aspira a perpetuar el Uno de lo mismo, es decir pensar el ciclo de repetición como una unidad (repito lo que me fue aplicado). Pero la ingenuidad acá es imperdonable, como lo es también la buena voluntad. No se trata de imponer una política de la diferencia pero sí de asegurar un lugar a quienes pueden querer hacer de la oportunidad de la diferencia una práctica.
Esto debería ser algo que experimente el niño permanentemente, no solo una diferencia engendrada en el lugar que asignan las funciones simbólicas, sino una diferencia que emane del más próximo. A la vuelta de la esquina, cuando se cruce con otro diverso, no aspirará necesariamente al Uno, habrá contado con los recursos, tal vez, que surgieron a partir de la cercanía con lo diferente, aquello que resultó absolutamente ajeno y carente de sentido, y por eso mismo algo que produjo un saber hacer de una manera distinta al modo de inercia estructural de la fusión.
El panorama de la diferencia es proclive a mostrar lo que la clínica analítica nos enseña: cuando nos tropezamos en la vida con algo imposible, lo convertimos en impotencia. Forma neurótica de renegar de los puntos de impasse inscritos en la estructura de una práctica. Al transformar estos puntos y oscurecerlos —vale decir, vestirlos, con la queja, el desasosiego, la incomprensión, el sacrificio—, se hace consistir aún más el ideal del Uno de aspiración armónica; y cargar sobre las espaldas este ideal, cobra con fuerza la vitalidad que da el deseo de actuar en el lugar del educador. También hay toda una sintomatología que se ha estandarizado del malestar presente en los agentes de esta labor.
El activismo desgastante es uno de los nombres de este ideal. Pensar que hay que hacer, literalmente, el doble frente a la diferencia y entonces, etc., etc. Deja sin respiro a quien imagina siquiera la tarea. Ahora bien, ¿Qué hay que hacer? ¿Por qué hay que hacer? Dejar hacer, eso sí es impensable en el Uno de la educación. Pues bien, es a lo impensable a lo que debemos dar lugar, como con la diferencia, acá el sentido nos juega la peor de las pasadas.
Dejar al otro, niño o joven, que despliegue sus posibilidades, sus alcances y sus límites, plantea la necesidad de ubicarse como aquel que encausa de la buena manera lo que se muestra como un interés decidido; abrir un camino a eso, dándole lugar (no necesariamente “actuando demasiado”), deja el acto del lado del sujeto presto a la educación y no del lado del educador. Dejarse enseñar en la dirección indicada es una experiencia inédita para el educador y, de tal forma, sólo es transmisible en cada caso, y, por eso, la existencia de los manuales en este sentido, como en casi todo, es inocua. ¡Un educador puede encarnar la paradoja de erigirse como un líder que sigue a otro! En su propio proceso educativo entiéndase. Los educadores están llamados a escribir estas experiencias inigualables, no para ser imitados, sino para inspirar el deseo de que otros consideren la posibilidad como una oportunidad. Hace poco, por internet, pude ver la imagen de un niño escribiendo concentrado, sentado sobre un armario en un aula de clase (En una provincia española). Lo inverosímil y conmovedor de esta imagen es que el niño estaba rodeado de muchos otros niños también abocados y concentrados en su propia escritura. El educador a un costado dirigía su mirada a la mayoría sin ningún guiño especial. Me resulta una imagen inspiradora y evocadora de lo que aquí tratamos.
Por último, debemos decir unas palabras de esta decisión de tomar la diferencia como oportunidad. Como toda decisión, implica algo que se pierde. Y en esto es insustituible lo que acontece en la esfera más íntima de un ser. Una oportunidad se aprovecha o no, por eso la pintan calva (en realidad se pinta sólo con un pelo). Pero, para eso, hay que ver allí una oportunidad, y tomarla por el pelo rápidamente para no dejarla escapar. Así, vale la pena pensar que, del lado del educador, se debe pensar en franquear ciertos umbrales en esta decisión. No sólo se requiere coraje para ello, sino también lo más importante: un deseo inspirador de perturbar de la mejor manera lo que ya está instalado como automatón. Ni el coraje ni el deseo (es lo mismo) se impone como el Uno, o se legisla. Y la cuestión es fundamental: ¡júntense aquellos para quienes puede constituir una causa de experiencia, de escritura, enseñar en y con la diferencia. Quienes quieren practicar estar al lado de Una diferencia como existencia sin darle el sentido que llama a la esencia, al falso ser; quienes aceptan su presencia sin comprender su sentido!: Razón de la práctica, del intercambio, de la investigación.
Entendámonos: la imagen de la unidad y de la uniformidad es lo que primero se presta a la imagen ideal de la caridad. Esto se replica en todos o casi todos los ámbitos de la vida que no impliquen la soledad radical. Así que es una suerte de axioma que se cristaliza en el ejercicio de cualquier rincón del poder, por grande o pequeño que éste sea. Seguimos a Foucault al pensar que cuando hay un agente de discurso se moviliza una estructura de poder. Y no hay relación posible o lazo social que no implique un discurso. Por eso es imposible pensar (no lo vistamos de impotencia) que haya formas universales de tratar la diferencia. Lo que sí es posible es tratar de exigir al deseo del educador que declare, en la medida de lo posible, sus razones, sus hallazgos, sus preguntas en la práctica con la diferencia. Aunque me parece, esto vale para toda la práctica pedagógica, acá se sitúa como esencial. Lo que en Europa se concibe como “protocolos a medida” (en Francia se divulga esto actualmente de manera recurrente, favorecido por la declaración de una cruzada por la inserción institucional del autismo en este año 2012 declarado justamente el año internacional del autismo) no son una sofisticación que el primer mundo se puede permitir (y, aunque puede ser verdad, no es lo más interesante), más bien se refiere a lo que hemos planteado como un ideal que mueve la labor del educador y no que detiene; y es que hay la cara bondadosa del ideal, la que motiva, la que entusiasma. La otra cara a la que hemos aludido, es la que se regocija en la impotencia estéril y espuria.
Hay esfuerzos loables que contrarían esto y, en ese sentido, hablamos de un “suave forzamiento” al hablar de una inclusión (no de LA inclusión; cada acto inclusivo es Uno y de esto es lo que hay que dar cuenta, hacer un saber acumulado), suave forzamiento en la medida en que se trata de favorecer que no se goce de ser el uno, el único, la excepción. En esta medida la diferencia se pone a trabajar y claro está, el consentimiento del sujeto es fundamental. La inspiración del educador por un lado y el consentimiento del estudiante por otro.
Y sí, si alguien toma la oportunidad de ocupar ese noble lugar que carece de alguna forma de un reconocimiento manifiesto, es hora de fundar sus razones y hacer con ello la causa de su acción. Es lo propio de quien se reconoce actuando conforme a su deseo. Eso no es poco y hace “la diferencia”.
[1]
Desarrollé este tema en la conferencia, Diálogo imaginario: Gaston Bachelard y
Jacques Lacan, en el simposio sobre Gaston Bachelard. UPN, Bogotá 21 de agosto
de 2012
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