miércoles, 4 de abril de 2012

Rapto e inmigración: el lazo social, entre semblante y síntoma

Lizbeth Ahumada Yanet


Despierta nuestro interés las formas de hablar del vínculo referidas a situaciones contingentes en que algo de su posibilidad se ve comprometida. Es el caso de lo que ha sido calificado como la desinserción social dentro del marco de la escena político-administrativa contemporánea[1]. Ahora bien, la desinserción cobra sentido en el marco de una dialéctica más amplia que conduce a revisar lo que podemos considerar, sin ánimo de esquematismos, su revés: la reinserción. En efecto, cabe preguntarnos por la situación de retorno de aquel que recorrió las fronteras del exilio social, de la exclusión del vínculo con el otro constituyente de su realidad; dando lugar a gran cantidad de esfuerzos, desde diferentes ámbitos, dirigidos a plantear programas de reinserción para individuos o grandes poblaciones desinsertadas de un contexto determinado, que en sí mismas empiezan a agruparse bajo una nueva categoría social. El ternario en juego: inserción-desinserción-reinserción, da cuenta del valor temporal que toma lo que aparece como un continuo, y, en realidad, se trata de marcas profundas de la discontinuidad del semblante del lazo social. Es decir, el discurso del amo imperante promueve la necesidad ficcional de una sociedad integrada, introduciendo una terminología a partir de categorías propiamente funcionales que indican una dirección, un tratamiento de la disfunción del lazo del sujeto con el Otro.

Puede decirse que la Psicología se constituye en el guardián de este resultado, pues con sus técnicas más o menos sofisticadas al servicio del aprendizaje, busca consolidar el amarre del individuo a la realidad objetiva, utilizando lo que considera una escala avanzada o evolutiva en el ser humano, su capacidad de socialización. Como al niño, basta acompañar en este proceso que irá brotando como por arte de magia. Hay que esperar el momento del desarrollo y echar adelante. En otros términos, el punto culminante del ciclo antes descrito es la resocialización. Un reenganche con aquello que le era dado al sujeto en su entorno inmediato, invariable, y que fue perdido a partir de la “des-socialización”, si me permiten. Proceso que no deja de ser complejo y que traduce una operatoria profundamente simbólica sobre el habitar mundano de un sujeto.

Diez uniformados acaban de ser liberados en Colombia de las garras infames del secuestro. En este caso, asistimos a un programa de reinserción producido en el laboratorio; es decir, la aplicación de un esquema concebido como una situación preliminar al encuentro con el “entorno natural” de estas tres personas. Ello indica el nivel de sofisticación a que ha llegado la psicología al plantear que retornar a lo mismo puede ser muy poco terapéutico. Para la psicología cognitiva, se trata de un acercamiento progresivo, de pasos que lentamente van acercando a la realidad que está allí, para acoger al hijo pródigo que, en este sentido, es un hijo anónimo pues se trata de una pedagogía, un programa de aplicación universal: para todo aquel que se vea expuesto a quedar en las fronteras del Otro, al margen del Otro, hay un esquema preestablecido que permite el buen reencuentro.

El psicoanálisis lo piensa diferente. Con Lacan reconocemos que el ideal de retorno a un estado anterior, a un estado primero, define la pretensión terapéutica; pero hemos de decir que estamos advertidos del destino que toma tal pretensión, pues con este afán se acalla lo que se solapa y en verdad se anudaba con el Otro, que no era sino el síntoma, y su retorno no deja de ser traumático. Esto nos lleva a considerar que encontrar y valorizar el punto no terapéutico, el punto de no retorno de la reinserción, es la vía para circunscribir eso que de la separación quedó expuesto para el sujeto, y que estaba vertido en las espaldas del Otro.

El síntoma es aquello que localiza lo imposible de enlazar en lo social, es el tropiezo al que la cadena social se ve sometida. Pero también, es lo que hace posible este enlace, es decir, el vínculo siempre es sintomático, porque lo único que puede introducir el elemento de real en el lazo es el síntoma: a pesar de que él mismo es semblante, vehicula un real que a su través se incluye en el lazo con el Otro. En este sentido el síntoma muestra en su formación la cara de semblante del lazo, el artificio que es, y al mismo tiempo lo más real que tiene en la relación con el Otro.

Dos modos de separación que implican el destino de la reinserción vista desde diferentes perspectivas, nos pueden indicar lo que está en juego más allá de la tipología pretendida por la psicología. Separaciones que no dejan incólume la función del fantasma (esa escena dramática en la que nos solazamos con el objeto de satisfacción), pues atacan de manera directa su consistencia. Se trata del desgarro de su piel, del brusco rompimiento de su pantalla, a partir de su franqueamiento salvaje o de su “suspensión” temporal efectiva. Dos situaciones subjetivas de exclusión que manifiestan y radicalizan la naturaleza de semblante del lazo social: El rapto y la inmigración.



El rapto



Ser raptado, sustraído de las manos del Otro intempestiva y violentamente deja la marca del vacío existencial sobre el cual se funda el vínculo. Hablamos de ese rapto del sujeto, no con el encanto singular con que lo presenta Marguerite Duras, sino con la ferocidad propia del imperativo. El rapto brutal, el secuestro, puede ser considerado una discontinuidad impuesta del lazo social; en este sentido, se abre un vacío entre el Otro y el sujeto que rompe abruptamente la posibilidad de subjetivar el acontecimiento; por ende, se trata de un feroz y masivo franqueamiento del fantasma, que enmarca para el sujeto el mundo que habita. Así, la reinserción del individuo que ha atravesado tal experiencia desgarradora, no puede ser entendida sino bajo la óptica de lo que de esa extracción queda como marca en el sujeto, en términos de lo más íntimo, esto es, el develamiento del agujero que hay (que de hecho siempre hubo) en la relación con el Otro; o sea, el saldo de este franqueamiento intempestivo de la barrera fantasmática abre las preguntas: ¿cómo ligarse desde la vacuidad y el desamparo más radical?, ¿qué partenaire es ahora posible?, ¿a partir de qué nombre? Y bien, los testimonios que dan cuenta de una vivencia de pérdida absoluta, de tiempo, de identidad, de sentido, son correlativos a la necesidad de hacerse a un Otro, y en eso, cada sujeto tiene un margen de elección, esa es su dignidad en el encuentro con la libertad.

Por ello, una libertad que, paradójicamente, es vivida traumáticamente, contradice toda idea de una búsqueda de recuperación terapéutica de lo dejado, pues más bien se trata de qué hacer a partir de lo hallado. Si hay retorno, es retornar al poco de libertad que se localiza en la dimensión subjetiva y que permite una nueva vuelta en la relación con el Otro, su reinvención. Hay libertad si hay condiciones que la hagan localizable en cada acto de elección. En este sentido, no hay otra libertad que la del acto de elegir, de consentir o no a ello, y para esto debe haber un sujeto dispuesto a sostener el acto y a responsabilizarse de las consecuencias que se desprenden de él. Es la libertad de enlazarse de nuevo (pero a partir de lo nuevo), de instituir, a partir del saldo de saber sobre la causa en juego en la relación con el Otro, un nuevo vínculo, o al menos una nueva manera de habitar el campo del Otro con la verdad a cuestas. Para ello, paradójicamente, el sujeto no puede dejar el rapto completamente a cuenta del Otro. Tiene que poder asumir algo de la separación que se puso en juego, separación que, aunque no la quiso, fue algo de lo cual recoge sus consecuencias, ésta es su participación. Las distintas modalidades, más o menos patológicas, de retorno, tienen también que ver con la posibilidad de asumir esa participación, las formas de hacer con ella. Algunas pueden ser formas más o menos salvajes de poner en acto la separación previamente sufrida, otras formas de insistencia en la condición puramente pasiva de víctima.



La inmigración



Supone la ruptura con el lazo establecido para instalarse en uno nuevo, allí todos los parámetros identificatorios se pierden, dando lugar a la puesta a prueba de los instrumentos de que dispone quien migra. Aquí, a veces, por la violencia que esta experiencia puede acarrear, es el propio sujeto el que “se rapta”. Lo que se pone a prueba es la posible inserción del fantasma y del síntoma como modos de enlazarse con el Otro. Es en este sentido, que se trataría de un reacomodamiento del fantasma en la apuesta de su funcionalidad; de igual manera la brújula del síntoma orientará el camino en el nuevo enlace, y para ello el sujeto deberá separar lo real del síntoma en su siempre nueva forma, de lo imaginario de las condiciones vitales con las que se encuentra.

La relación con el Otro, ahora trasladada, da lugar a pensar que el vacío al que se enfrenta el sujeto en una nueva realidad es el vacío de referencias de lugar y de entorno. Sin embargo, lo que se devela es que el vacío es justamente un vacío de estructura sobre el cual hay que montar, de nuevo, el semblante del vínculo. Lo que se pone en juego es un saber hacer con lo de siempre a partir de la dimensión de lo nuevo. Sin embargo, la situación no es esencial en sí misma: lo que se moviliza es la trama subjetiva, y el intento de romper con el Otro logra simplemente su reinstalación de maneras más o menos dramáticas.

Finalmente podemos decir que hablamos de ciertas formas de metáfora inadvertidas del sujeto moderno, exiliado de su Otro. Metáfora que hace creer, a veces engañosamente, que ese exilio es contingente y no necesario. Es en este punto donde el psicoanálisis reintroduce la dimensión del síntoma en la consideración de esa modalidad de semblante que es lazo social.


[1] Que ha dado lugar al título del programa de trabajo propuesto por Jacques-Alain Miller relativo al interés psicoanalítico por tal problemática: “Clínica y pragmática de la desinserción en psicoanálisis”.

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