Miguel
Gutiérrez Peláez
La película de Lars Von Trier,
“Anticristo” (2009), es un vertiginoso descenso (o ascenso) a ese punto en el
que la madre no puede existir en la Otra mujer.
La película inicia con el aria
de Rinaldo[1] de Händel, Lascia Chio Pianga (“Déjame
llorar”), pieza compuesta para un soprano castrati,
esos hombres con voz de mujer. Se
alternan las imágenes de una pareja heterosexual teniendo relaciones, primero
en la ducha, luego en la cama, con las de un bebé que se sale de su cuna. La
música permanece inmutable. Mientras la pareja continúa en su acto, el bebé se sale por una ventana de la casa para
caer, desde la altura del apartamento, muerto sobre una acera cubierta de
nieve. Mientras la pareja copula, el
bebé muere sobre el frio asfalto.
Luego inicia lo que parecería
una película sobre el duelo, sobre esa Erótica
del duelo en tiempos de la muerte seca (1995), según denomina Jean Allouch
el duelo por el hijo muerto. En la pareja
de padres, el esposo, terapeuta, asume el tratamiento de su mujer.
Para efectuar el “trabajo del
duelo”, deciden partir a su casa de campo, en un bosque acertadamente llamado
“Edén”. Allí comienza a perfilarse —de
manera más dramática— de qué trata realmente la película. La cabaña de madera, ubicada bajo un bosque
de pinos, recibe sobre sus tejas metálicas el permanente golpeteo de las
semillas de los árboles. Ese sonido
ensordecedor y aterrador no es nada menos que el golpeteo de lo real sobre las
puertas del orden simbólico, porque, ¿qué otra cosa es una semilla que no llega
a tierra, sino un aborto vegetal? Y, así,
esta pareja que se aleja de la ciudad queriendo distanciarse de su drama y su
duelo, no deja de encontrarse incansablemente con bebés muertos. Una y otra vez irrumpirá en la pantalla esa
dimensión intolerable del bebé muerto. Vendrá
la imagen de un venado con un su crío muerto a medio parir, a medio camino del
interior y el exterior del cuerpo materno. Y este real también nos habla. En
una escena que deja al espectador más boquiabierto, un animal mira al hombre y
le dice en una voz de ultratumba: “Chaos
reigns!”. Luego vendrán más bebés
muertos, como una madre pájaro que acribilla a picotazos a su polluelo. ¿Qué es esto?
La mujer comienza a tener
imágenes de su visita pasada a “Edén”, cuando aún vivía su bebé. Allí había ido a realizar una tesis sobre el
tema de las brujas. Y es que en la
dialéctica insintetizable de esta película, la oposición no está entre la madre
y la puta —como escribió Freud—, sino entre la madre y la bruja, ese Otro más
radical. La bruja representa en esta película todo lo que es la Otra
mujer. Sólo podemos intuir lo que para
la protagonista significó la apertura a ese universo. Luego veremos otras escenas recordadas por
ella, como cuando le ponía los zapatos a su hijo al revés. ¿No se puede ser bruja y (buena) madre a la
vez? Parece que para esta mujer eso no
puede coexistir en una sola persona y abrirse a la bruja la convirtió en algo así como la antimadre (Anticristo).
Veremos el recuerdo terrible del día en que muere el hijo: la mujer, gozando
del encuentro sexual, ve perfectamente a su hijo acercarse a la ventana. ¿Suspender el acto sexual para ir a
salvarlo? En este goce no hay lugar para
el otro. Se elije el goce frente a la
continuidad de la progenie; se entrega a lo ilimitado mientras su hijo cae al
vacío.
La película sigue abundante en
escenas que nos recuerdan de qué se trata.
Llevada la tensión entre esta pareja a extremos asesinos, el hombre se
oculta en un agujero en la tierra, ese otro vientre. Y allá irá a intentar matarlo esta mujer,
picotearlo con una pala dentro de la tierra.
Finalmente, de vuelta al interior de la cabaña, el hombre da muerte a su
esposa, mientras los animales hembras que han matado a sus hijos contemplan
expectantes, al compás de las semillas cayendo sobre el techo. Al siguiente día, el hombre sube a una
montaña donde comienza a ser rodeado por mujeres que asisten a lo que pareciera
un aquelarre de brujas, ¡esos seres expulsados del Edén!
La bruja es aquello que está en
el lugar del goce femenino. Los
aquelarres medievales llevados a cabo en el monte Broken en Alemania durante la
edad media, según nos los relata Jules Michelet en su La bruja (1862), son encuentros puramente femeninos, los hombres
tendrían que asistir travestidos. Carlos
Fuentes tomará una cita de esa obra de Michelet para ubicarla como epígrafe de
ese alucinante cuento suyo sobre la brujería y la feminidad que es “Aura”
(1962). Dice la cita: “El
hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de
los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el
infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres:
nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”. No nos asombra ya que ese
imperio masculino que es la Iglesia católica, haya implementado la macabra obra
de Sprenger y Kramer, el Malleus Maleficarum
(1487) o Martillo de las Brujas, con
esa vehemencia sobre la mujer, ni que la cacería de la inquisición hubiera
elevado como lema la frase “¡Por un hombre, 10.000 mujeres!”.
Pavor al goce de la mujer, pavor
no solo para los hombres, sino incluso para la propia mujer. En la película, la protagonista no logra
sintetizar esa dimensión de Otredad con la de madre y paga el precio de la
locura.
¿Por qué Anticristo? Si Cristo muere por los otros para salvar a
la humanidad, la mujer sacrifica al otro, aun su hijo, por su propio goce. Cristo trasciende estacado a una cruz, la
mujer muere anónima en la profundidad del bosque.
Nos aterra lo ilimitado del goce
femenino, nos aterra esa otra dimensión de la mujer más allá del ser
madre. No nos extraña entonces que a Von
Trier lo hayan fulminado con esta obra en Cannes. Se estrena ahora en Colombia una nueva
película suya sobre el tema de la melancolía y vendrá otra sobre la ninfomanía. Ya veremos qué Otra cosa nos revela con ellas.
[1] Esta obra (1711) de Händel trata sobre la primera cruzada en el año 1100
durante el asedio a Jerusalén, y el triunfo de las tropas cristianas gracias a
las peripecias del héroe Rinaldo, a quien se le ha ofrecido la mano de
Almirena, hija de Goffredo. La obra es
elegida con precisión por Von Trier, pues se articula impecablemente con la
trama y el final de la película.
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