Miguel Gutiérrez Peláez
La tendencia de la salud mental a nivel mundial en el siglo XXI ha
mostrado estar en sincronía con los ideales de la época: un afán de
clasificación, de vigilancia y de prescripción de tratamientos estandarizados y
la oferta de objetos de consumo que prometen aplacar el malestar subjetivo. Parece
no generar demasiado ruido en la población en general la diseminación
vertiginosa de clasificaciones psiquiátricas, de síndromes y entidades
nosológicas, pues todos parecen dormir en los mismos sueños profundos. Freud ha
enseñado desde el nacimiento del siglo XX, con su magistral obra que inaugura
el siglo y sentencia ese engendro propio que es el psicoanálisis, La interpretación
de los sueños (1900), que el soñar no es algo que ocurre sólo durante el
dormir. Permanentemente, en la vigilia, estamos produciendo los sueños de la
noche. La vigilia, dado el predominio fantasmático en cada sujeto, tiene
también estructura de ficción y la propia represión nos permite seguir dormidos
ante la insistencia del mundo pulsional. A veces, paradójicamente, puede haber
despertar en el dormir, el cual llega bajo la forma de la pesadilla,
revelándonos aquella dimensión real de nuestro mundo pulsional que nos
resistimos a ver, pero que nos concierne íntimamente. Si la pesadilla logra
despertarnos, es sólo para seguir durmiendo despiertos.
Es posible hacer una distinción esquemática para diferenciar dos modos
particulares de leer el padecimiento de un sujeto. La psiquiatría, desde sus
albores, ha hecho de la eliminación del síntoma su causa. El síntoma es algo
que hay que extraer, es una entidad que hay que desalojar del sujeto. Es un
acontecimiento que no concierne al ser del sujeto y hay que eliminarlo para que
el aquejado pueda restituir un estado anterior, previo a la aparición del
síntoma. El cuadro del Bosco, Extracción de la piedra de la locura (1475-1480),
parece seguir vigente a pesar del pasar de los siglos y resonarían las palabras
del personaje retratado en la demanda de todo paciente: “Meester snyt die Keye
ras, myne name is lubbert das”[1].
La otra mirada sobre el síntoma tiene que ver con una detención del
furor de erradicar el síntoma. Freud ha enseñado que el síntoma porta un
sentido y que el propio síntoma es ya una respuesta del sujeto frente aquello
que lo angustia. Freud lo ha nombrado una “formación de compromiso”. La labor
del clínico, para Freud, no es la eliminación del síntoma, sino su
desciframiento. El síntoma, lejos de ser algo exterior al sujeto, una entidad
espiritual exterior que lo ha poseído, es su dimensión más íntima. Claramente,
el sujeto no se reconoce en su síntoma, pues ignora que eso que lo angustia es
él también y le concierne hasta las entrañas. Tal vez es la psicoanalítica la
única clínica que ve en el síntoma una positividad, que reconoce en ella una
producción singular de un sujeto. Es la respuesta que ha podido dar el sujeto,
hasta ese momento, frente a lo insoportable de su existencia. El psicoanalista
no es un pasional cruzado llamado a erradicar el síntoma, sino aquel que
gracias a que ha podido sumergirse en el océano de su propio inconsciente,
puede acompañar al otro a que su síntoma se ponga al servicio de algo distinto que
su propio sufrimiento.
La enseñanza freudiana puede ser un faro que ilumine las oscuridades
que una tendencia de la salud mental a la deriva de los ideales de la época
impide dar a ver. Los historiales freudianos, como “El hombre de las ratas”, “El
caso Dora”, “El hombre de los lobos”, el caso del “Pequeño Hans”, son
verdaderos desciframientos de las coordenadas singulares del padecimiento de un
sujeto. Nunca pretende Freud hacerlos modelos para una cura única y
estandarizada aplicable a todo sujeto, a la forma de “para toda histérica, el
caso Dora”, “para todo obsesivo, el hombre de las ratas”. Desde el
psicoanálisis podemos pensar como una verdadera subversión una “clínica de lo
singular”, un bello oxímoron para designar lo que empuja al psicoanalista
cuando presta su escucha al padecimiento y la demanda de un sujeto que lo
consulta. “Clínica de lo singular” es un oxímoron porque la clínica busca la
clasificación, el acomodar un fenómeno a una nosología que la enmarque. Fue el
lúcido legado de Kraepelin que nos acompaña hasta nuestros días. Pero lo
singular es justamente aquello a lo que no son aplicables las leyes del otro. Los
propios físicos hablan de “singularidades” para referirse a aquellas leyes que
regirían para determinados fenómenos y para ningún otro (por ejemplo, las leyes
que rigen el funcionamiento de los agujeros negros).
Bajo los parámetros que gobiernan la salud mental en nuestro tiempo, lo
singular de un sujeto queda relegado en el afán clasificatorio. No interesa lo
que hace de la demanda de ese sujeto un padecimiento excepcional, sino el modo
en el que se acomoda a un sistema diagnóstico previamente establecido. Los
psicoanalistas debemos poder estar a la altura de los debates que vendrán con
motivo de la publicación definitiva de la 5ª edición del DSM.
Así como cada época trae sus modos del sueño, cada época va produciendo
modificaciones en los fenómenos clínicos. Los pacientes del siglo XXI no son
los mismos de la Viena
de Freud. Es cierto que cada tanto recibimos pacientes que parecieran venir de
otros siglos, bellas histéricas que parecieran salidas de la propia Salpêtrière,
neurosis obsesivas herméticas, que nos asombran en su impermeabilidad al paso
del tiempo. Pero es cierto también que en muchos otros casos recibimos
pacientes con padecimientos que con dificultad nombramos “síntomas”, pues resultan
absolutamente desarticulados del sentido o de cualquier mediación simbólica. Son,
sobretodo, los fenómenos a nivel del cuerpo, como los cortes adolescentes en la
piel, que no constituyen llamados a otro –o al amor del otro– como en la
histeria, o cortes a la organicidad del cuerpo, como en ciertas esquizofrenias,
sino actos aislados de toda mirada exterior y que sólo con dificultad pueden
ligarse a una palabra que permita empezar a enmarcarlos en una dimensión
simbólica.
Frente a esta variación en la fenomenología clínica, se ha pretendido
atraparla en entidades nosológicas fijas, lo que ha producido un incremento
exponencial en los diagnósticos, a cada uno de los cuales se les ofrece un
medicamento particular, buscando silenciar lo que habla de un sujeto en esos
fenómenos. La economía del psicofármaco parece haberse erigido como la gran
promesa frente al contemporáneo malestar en la cultura. Promete, por un lado,
una cura estandarizada, “para todos los x el mismo fármaco”, y promete a los
sujetos que no hay necesidad de un saber sobre ese padecimiento: ni el
psiquiatra ni el paciente tendrán que saber qué ha producido el malestar, no
hay importancia en ello, sino la erradicación del malestar. Freud había
advertido del peligro de que el psicoanálisis se convirtiera en un siervo de la
psiquiatría. En una carta a Reik, con motivo del viaje de éste a Estados
Unidos, le advierte frente a aquellos “colegas nuestros para quienes el psicoanálisis
no es sino una sierva de la psiquiatría”
(1938). Ahora parece que ya no es éste un peligro para el psicoanálisis, pues
la propia psiquiatría ha perdido interés en él. Es en esa medida que la apuesta
psicoanalítica se torna más subversiva y su empuje nada a contracorriente de
esa tendencia de la época. Es otra cosa, distinta al sueño y la sedación, lo
que el psicoanálisis ofrece como respuesta al malestar en la cultura.
Cada época produce sus propios sueños y el empuje de la salud mental
hoy se acomoda gustoso en ellos. Así como Freud logró despertar al siglo XX con
su invención del psicoanálisis, habrá que ver si nosotros los psicoanalistas
contemporáneos, sus pupilos de los tiempos presentes, podremos ser lo
suficientemente traumáticos –“la peste”, para usar una expresión de Freud– para
despertar a la salud mental de los sueños del siglo XXI.